LA NOVIA DEL CAMINO
Este cuento está basado
en hechos reales.
Venía yo muy atento
a los “serruchos” del camino pues la F 100, dura como era, saltaba sobre el
ripio mal mantenido desacomodándose peligrosamente en cada cuesta que se
presentara.
Luego de pasar una
pequeña trepada que circunvalaba a un montecito, la veo estratégicamente
ubicada al borde de la ruta, allí donde por fuerza los conductores debían
disminuir la velocidad de marcha.
Una figura
surrealista, que parecía implantada en el desértico paisaje patagónico. Un
ligero paneo visual de mi parte dio como resultado la inexistencia de cualquier
edificio, construcción o cabaña que le pudiera servir de morada. Dentro del
amplio radio de visión que el soleado día me brindara, solo se apreciaba la árida
estepa.
No pude obtener un
magro acuerdo entre las innumerables disociaciones que mi mente trataba
inútilmente de unir, no hasta pasados unos cien metros del sitio donde ella se
encontraba plantada. Ahora, a más de cincuenta años del hecho, aún no encuentro
motivo por el cual detuve el vehículo.
Sin pensarlo,
coloqué la reversa y me ubiqué frente a ella sin saber aún que decirle.
Extremadamente
delgada, de unos veinticinco años de edad, evidente producto de una mezcla de
razas, me miraba sin temor ni extrañeza alguna. Esa sorprendente muchacha
ataviada con algo parecido a lo que había sido un blanco vestido de novia,
abrió la puerta de la chata y, muy contundentemente me dijo, -Por lo menor, son
cincuenta pesos- (bueno, que en realidad no fueron esos los términos empleados,
los he cambiado sin modificar su significado), “Cincuenta pesos”, imposible
transpolarlos a los valores de hoy día, pero en ese momento me sonó a muy poco
dinero.
Mientras,
finalmente, comprendía la razón de su permanencia detrás del monte, recordé fugazmente
a mi hermosa novia, quién me aguardaba muy lejos de allí, y me invadió una
profunda pena por este ser desvalido que se prostituía para subsistir
malamente.
Yo me había detenido,
y no por curiosidad, ahora no podía renunciar al papel que, supuse, desde algún
lado se me estaba sugiriendo.
Puse mi mano en el
bolsillo, saqué cien pesos y se los entregué. Antes de saludarla y marcharme,
ella ya se había ubicado junto a mí en el asiento, y yo, por mi cuenta, algo
alarmado, pensé que mi gesto no le ayudaría, y puede que sirviera, si, pero
para todo lo contrario de lo que fuera mi intención.
Su propósito era
cumplir con el trato tácitamente ya establecido entre ambos al recibir ella mi
dinero.
Nunca pude entablar
una comunicación, no obstante accedió a mi propuesta de llevarla hasta el
pueblo, ya no podía dejarla allí sola tal y como si yo no hubiera nunca pasado,
y afortunadamente entendió que no esperaba prestación alguna a cambio del
dinero entregado.
Durante las dos
horas que nos demandó llegar a destino, creo haber comprendido que su nombre
era algo parecido a Tilma, que allí, donde la hubiera recogido, era su
“parada”. Al parecer ahí mismo hacia contacto, y en caso que debiera “trabajar”
dentro de algún vehículo en marcha, algo que la alejaría de su lugar, siempre habría un ocasional
cliente que transitara en sentido inverso devolviéndola a su sitio. Debo
confesar que gran parte de lo recién expuesto pudiera, dadas las
circunstancias, ser meramente producto de mi interpretación.
Ante mi ignorancia y
su silencio, comencé a planificar mi próximo paso. No me parecía correcto abandonarla
en una población lejana a su “parada”, mismo sitio del cual yo la hubiera
sacado, para desprenderme de ella en un lugar que quizá le resultara hostil o
desconocido, finalmente decidí buscar apoyo en mi gran amigo, compañero de
estudios, que era poseedor de un campo cercano y un comercio en la calle
principal del poblado, tipo franco y honrado y a quién siempre visitaba en cada
ocasión que por allí pasaba, pero eso sería mañana, hoy debía arreglármelas
solo.
Sin permitirme
dudarlo entramos los dos al hotel, cada cual con sus correspondientes temores,
y manteniendo prudentemente a mi acompañante a cierta distancia, pues su aspecto
era, como poco, inexplicable. La mirada de la joven detrás del mostrador de
recepción, no auguraba nada bueno, pero, siendo uno un humano del común, guarda
cierto conocimiento sobre la conducta de sus semejantes; exprofeso había
estacionado la chata, último modelo, justo en la puerta del establecimiento y,
quién diría, eso me ayudó en el primer contacto con la recepcionista.
Tras un intento de
cómplice acercamiento, le endilgué un escueto “después te explico”, en tanto le solicitaba dos habitaciones
separadas y con baño privado. La empleada no podía sacar la vista de la
“anómala” figura que le seguía con la vista baja camino a los cuartos.
No bien ingresada a
la habitación, con voz autoritaria le dije, en realidad le ordené, que se
sentara en la infaltable silla allí ubicada, advirtiéndole que no tocara nada y
que volvería en unos minutos.
En un muy alterado
uso de todo mi ingenio, y acodado sobre el mostrador de recepción realicé una
alocución lo más parecida a un relato algo, solo algo, verosímil con destino a
nuestra anfitriona. Esto, junto a algunos billetes, nos permitió la permanencia
en el establecimiento, pero solo por dos noches. Sorteado el primer obstáculo,
ahora seguía el más complicado trámite del día, alguien quién me proveyera de
ropa, artículos de tocador, y demás elementos necesarios para realizar un pase
mágico, haciendo que Tilma se pareciera un poco, solo lo suficiente, a
nosotros, quiénes podríamos transitar por la calle sin provocar la curiosidad
de nadie.
Ya la palabra en mi
boca estaba por solicitar a la recepcionista la indispensable ayuda para
proveernos de estos elementos, cuando caí en cuenta que antes de vestirla
debería ella pasar por un minucioso proceso de higiene. Se me ocurrió que quizá
no sabría cómo manejar una ducha, qué hacer con el champú, darle buen uso a las
toallas y, bueno todo aquello que por mi sola cuenta imaginaba necesario.
Totalmente desconcertado, ahora sí, le presenté a la muchacha ya extrañada por
mi silencio, este cúmulo de situaciones imposibles de vaticinar con antelación.
¡Cómo hubiera
necesitado a Gerardo, mi buen amigo, al que, con suerte, vería recién en el día
de mañana!
Lejos de amedrentarse,
la joven, tal vez pensando en la abundante retribución a la que me vería
obligado, me presentó un plan para aventar todos estos imponderables ante los
que me encontraba.
Ella le pediría a la
mucama del hotel, quién como enfermera de medio turno el hospital regional no
le hacía asco a nada, que se ocupara del necesario baño, vigilando el correcto
aseo de su encomendada, y ella misma, ya pronta para abandonar su diaria labor,
se ofreció a reservar en la tienda del pueblo, y a mi nombre, la vestimenta
adecuada según su mejor criterio.
Más tarde,
terminados ya los preparativos en marras, salimos a comer algo sencillo en el
más absoluto silencio, luego y resoplando, finalmente entré en mi cuarto, me
duché, y quedé a disposición de los disparatados sueños quienes me persiguieron
durante toda la noche.
Me levanté de
madrugada, y sin desayunar siquiera me apersoné en el comercio de Gerardo.
Sabiendo de antemano que mi amigo pasaba por allí todas las mañanas. Tres horas
más tarde, tuve la dicha de verlo, luego de unirnos en un cálido abrazo, le
adelanté que estaba en una seria contingencia que debía compartir con él y
pedirle su apoyo.
En tanto yo,
convertido en emocional narrador de cafetería, exponía la situación, el alegre
rostro de Gerardo adquirió un rictus de duda y lejanía que me dejó algo
extrañado. Por mi lado, pretendí no haber notado nada, aunque quizá no deseaba
saberlo, y esperé ansioso lo que me habría de plantear como consejo, opinión o,
al menos algún paliativo al problema en que había metido.
Gerardo, quién
parecía saber algo que no deseaba decir, esa misma tarde montó en su vehículo a
Tilma y, tal me lo dijera, se la llevó a su chacra con la pretensión de
ofrecerle un trabajo en la casona. Seguramente la señora que allí trabajaba,
nativa de un villorrio no muy lejano, sabría cómo comunicarse con ella.
Enormemente
agradecido, abracé a mi amigo y, pese a que se acercaba el atardecer partí profundamente
aliviado hacia mi próximo destino.
La creciente
distancia que con cada kilómetro me iba alejando del lugar donde fuera esta
extraña aventura, no podía apartar sus capítulos de mí mente. Ni en esos
momentos ni más tarde cuando, ya en mi hogar, se sumó la duda sobre el
resultado de ellos.
Desde ese momento se
presentó el ansia, la necesidad de conocer cómo se desarrollaron los
acontecimientos luego de mi partida.
No sin algo de
vergüenza por haber cargado sobre sus espaldas el producto de mis actos,
finalmente le envié un correo (postal, claro) a Gerardo comentando sobre
algunos hechos en las vidas de amigos en común, sobre los temas de su
explotación, y hasta sobre el clima reinante, y así, como si nada la cosa,
llegué suavemente al punto que me interesara realmente: Tilma.
Jamás en las vidas he de olvidar la respuesta
de Gerardo.
El obligado envío de
saludos, buenos deseos para mí y la familia y luego un: “Querido amigo el
precio de la lana este año…Sobre Tilma, que no es ese su auténtico nombre, debo
informante que a los dos días de ese momento en que la llevara al campo decidió
partir en la noche, sin aviso previo, y en el más absoluto silencio.
A ver viejo, siempre
fuiste el tipo que aplica su personal ecuación, primer factor: la emoción,
luego, la emoción, finalmente suma el razonamiento inteligente, y el resultado
es muy bueno, pero durante el tiempo en el que se desarrolla el cálculo estás
parado sobre un solo pie.
Nadie tiene el
derecho, aún con las más excelsas intenciones, a modificar la vida de ningún
semejante. Solo el interesado puede, y debe, hacerlo, tomando toda la ayuda
posible, eso es cierto, pero solo la ayuda que le indique su exclusivo criterio,
y no un cierto forcejeo en la línea de su comportamiento.
Sobre esto debo
agregar que en el lugar que me describieras estaba “tu Tilma”, estacionada en
el sitio de costumbre, luciendo su harapiento vestido de novia en la banquina
del camino, cuando por allí pasé hace ya unos quince días, momento en el qué
debí salir a la ruta en busca de las vacunas para el ganado, medicamentos que
se habían retrasado en su llegada al pueblo.
Lo lamento viejo, la
realidad te ha sacado el crédito que conllevaba esa supuesta buena acción de tu
parte, pero seguramente también te ha aportado una nueva experiencia, y en
busca de ellas andamos por la vida.
Esperando tu pronta
visita, saluda con todo afecto, tu amigo Gerardo.
Filemón
Solo
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