La Invasión
Habían transcurrido ya dos años desde aquellos
primeros síntomas alarma. La lógica teórica del paradigma académico aún
rechazaba la evidente realidad. Los brotes de la invasión florecían, mal que a
los doctos les pesara, al unísono y en todos los sitios a la vez. Y esto
significaba que los lugares civilizados y ordenados se encontraban a la par con
aquellos carentes de los más elementales servicios sociales de recolección de
residuos, cloacas y atención sanitaria. ¡Algo realmente inaceptable!
Sin respeto alguno por normas establecidas, ni por las
tan cuidadas fronteras, la plaga continuó avanzando ganando, paso a paso, las
áreas menos pobladas, las zonas marítimas y las de mayor altura, así como otros
lugares donde nunca antes habían osado aproximarse ni sus más alocados especímenes.
Los municipios y asociaciones vecinales
de lucha primero (allá donde los hubieron tenido), los gobiernos provinciales y
nacionales (que siempre los hay), intentándolo más tarde, fracasaron de lleno
luciendo graciosamente su inefable batería de productos tóxicos en distintas
presentaciones y llamativos envases. En vista de lo cual se nombraron voceros
oficiales, quienes, a falta de resultados, ilustraban a las personas del común
sobre cómo debían proteger sus hogares, lavar a sus hijos o abandonar el
desagradable hábito de fumar: los clásicos paliativos del fracaso.
Simultáneamente (o no, según el caso)
fue solicitada la participación de los expertos, quienes “bajaron” a la
información pública la más amplia gama de teorías con que entretenerse. Siendo
aquella que fundamentaba su hipótesis en un desequilibrio producido por la
elevación de la temperatura planetaria, la ganadora del mayor número de
adeptos; y la mas publicitada también. Lo que de ninguna manera quedó en claro
fue la causa, y causantes, de tal anomalía.
Pudiera ser que a consecuencia, o no, de
esta singularidad climatológica -aunque se sospecha de motivos más personales
que globales-, también hicieron su interesada aparición en escena esos inefables
personajes que son salsa y condimento de toda confusión: los infatuados
“idiotas inútiles”, tal se los conoce en la ilustrada jerga popular, dejando
oír sus consabidos plañidos acusatorios. Los unos hacia la falta de previsión y
asistencia con que los países pobres marginaban a los desprotegidos habitantes
que vivían en la indigencia. Otros, lanzando sus dardos (algunos verdes y otros
rojos) con destino a las naciones industrializadas, responsabilizándolas por
casi todo de lo que fueron culpables. Evidenciando con esto una situación por
demás alarmante, pues al estar en lo cierto, la verdad queda en poder de los
idiotas; y es bien sabido el peligro de esta posesión dada su congénita
incapacidad de hacer un buen uso de ella.
De un elemental esfuerzo analítico se
infiere que, si alguien tarado con la parcialidad hace tenencia de la razón, es
porque la ha encontrado extraviada y sin dueño; habida cuenta de su invalidez
de criterio para conseguirla por sí mismo. Pero esto ya involucra un campo
ajeno a nuestra historia.
Sea por la causa expuesta, por las que
se obviaron, o por alguna foránea
maldición galáctica -posibilidad esta que, no obstante ser algo
“lejana”, contaba por su propio mérito con un buen número de creyentes-, la
plaga alcanzó, tal ya lo hemos expuesto, los más apartados rincones de la
tierra (pues de este cuerpo celeste nos estamos ocupando), y las asquerosas
cucarachas brotaban, incontenibles, de sumideros, rejillas, sedes políticas,
drenajes, cloacas y cuanto conducto conecta el mundo de los humanos con el suyo
propio.
Todo lo cual constituía un
acontecimiento realmente notable y único en toda la historia conocida -sobre la
desconocida es muy poco lo que se puede decir-. Las asquerosas “periplaneta
orientalis”, ”blátidos” y demás, se reproducían de una manera descomunal, no
habiendo ya producto insecticida que las afectara. Esto último en cuanto los
dictiópteros, que no así a nuestros congéneres, quienes se agolpaban
desordenadamente frente a las salas de emergencia de los nosocomios – junto a
los invasores, claro está-- en procura
de remedio a la intoxicación producida por la indebida inhalación de
estos químicos.
Alarmante era también la consecuencia
psicológica de la catástrofe. A poco la gente se negaba a salir de sus casas,
solo los padres de familia lo hacían y exclusivamente para procurarse los más
necesarios alimentos. Los ancianos, indigentes y demás rarezas sociales
representaban, tal solían serlo, un grave problema para la autoridad
constituida que debía sustentarlos. Los pocos que aún mantenían con su trabajo
el funcionamiento de los servicios públicos, lo hacían pisoteando una espesa
sopa de asquerosas cucarachas, cuyos integrantes respondían prontamente
devorando piadosamente a sus congéneres siniestrados.
En vista de la desesperante situación
reinante, los gobiernos decidieron hacer algo al respecto, y para una mayor
efectividad en el proceder, resolvieron unirse en el intento. Por tanto se
sentaron (ya que de pie es incómodo e impropio) a la mesa de las deliberaciones
para, entre otras cosas, estudiar a fondo el asunto y poner en práctica la
mejor de las soluciones.
Se nombraron una cantidad no trascendida
de comisiones investigadoras con la misión de descubrir el origen de tamaño
desacato al orden natural. Obviando, claro, el que este había sido subvertido
desde mucho tiempo atrás, por los representantes constitucionales, y de los
otros (que también los hubo), y sus ocasionales asociados, de casi todas las
naciones del orbe. Verdad es, que con la notoria excepción de algunas de ellas,
quienes no lo lograron por falta del necesario presupuesto,- no cejando,
empero, por ello en su empeño-.
En tanto los eruditos de las más
*prestigiosas universidades y fundaciones del mundo se cuestionaban sobre la
cuestión, los lujuriosos blátidos continuaban divirtiéndose en el acto de
reproducción; esto sin ningún recato ni respeto ante los notables que los
observaban -no sin cierta nostalgia-.
Los dictámenes fueron llegando hasta la
sede de la C.I.(S.F.D.L.) P.L.L.C.L.A.C. Sigla mediante la cual, una ingeniosa
síntesis resumía lo siguiente: “Comisión Internacional (Sin Fines De Lucro)
Para La Lucha Contra Las Asquerosas Cucarachas”, organismo que, curiosamente,
fue apodado excluyentemente “CI”. Y lo iban haciendo portando cada uno de ellos
sus propias conclusiones sobre el fenómeno en asuntos.
Los hubo bien y mal documentados;
precisos y aburridos unos, poéticos y pintorescos otros. Pero, como
corresponde, se otorgó el mayor crédito a los más puntuales y técnicos;
destacándose en especial dos de ellos, con los subsiguientes y particulares
atributos: del primero se podía deducir claramente su fecha de emisión y,
además, poseía un glosario de trescientas fojas. En tanto el otro, que había
despertado grandes expectativas, fue finalmente dejado de lado al comprobarse que
lo que lo hacía incomprensible no era su caudal de tecnicismos, sino la lengua
en que se encontraba escrito, y de la cual no se había previsto traductor
alguno.
Si bien el aporte lucido (no confundir
con lúcido) de conocimientos fue ponderable, no se logró concluir sobre el
origen del mal en estudio. Quizá algo tuviera que ver la premisa impuesta “a
priori” por los congresistas, que rezaba: “ningún gobierno, agencia, empresa o
corporación, tuvo, tiene o tendrá nada que ver con estas cuestiones”. ¡Vaya uno
a saber!
La
sede de la “C.I.” estaba alojada en las oficinas de un raro organismo
denominado “ Naciones S.A.”, entidad que
agrupaba a representantes de los circunstanciales gobiernos de algunos pueblos,
creada, en su momento, por los circunstanciales mandatarios de los países más
ricos, y no circunstancialmente mejor pertrechados. Más claramente expresado:
“un ente multinacional, con cierto poder
mundial, y algunas realizaciones en asuntos prácticos y humanitarios, pero
expresamente dirigido a lo político, según criterio y conveniencia de los
descendientes de sus creadores”. Dependencias estas debidamente situadas en
N.Y., iniciales correspondientes al olvidado nombre de un extraño poblado, al
que podríamos aludir (en caso de recordar) como: “Cuzco del Norte” u “Ombligo
de ese Mundo”. Lugar donde sobrevivían felizmente hacinadas, cantidad
innumerable de personas, y ubicado en las cementadas praderas de un páramo de
América, en su sector norte.
Allí se hallaban reunidas, y abrumadas por el peso de
tamaña responsabilidad, las mentes más esclarecidas de la civilización,
y…dudaban. Dudaban, y por cierto con mucha elegancia, pero ya no sobre la
posible solución del problema que las hubo congregado, sino en lo que hacía al
texto más apropiado para el comunicado a verter sobre la ansiosa opinión
pública mundial, que, como siempre impaciente, aguardaba inquieta la sabia
palabra de sus líderes.
El equipo de
sociólogos especialistas en comunicación de masas había presentado, luego de
concienzudo estudio, dos textos que marcaban otras tantas alternativas posibles
para tal fin; a saber: Comunicado a) La
“C.I. etc.” Luego de recibidos los informes pertinentes sobre el asunto que nos
aqueja y en vista de la grave implicancia e inusitado alcance del problema, ha
decidido, en pleno uso de los poderes que le asisten, tomar, a la brevedad, una
rápida acción contra el enemigo que pone en riesgo nuestra supervivencia como
especie, y consecuentemente la de las futuras generaciones humanas.
Comunicado b) La “C.I. etc.” Recibidos los pertinentes informes relacionados con el
asunto que nos aqueja y en vista de la grave implicancia e inusitado alcance
del problema, ha decidido, en pleno uso de los poderes que le asisten, tomar a
la brevedad una rápida acción contra el enemigo que pone en riesgo la
supervivencia de nuestra especie, y consecuentemente la de las futuras
generaciones humanas.
Luego de algunas semanas de estudio, teniendo en
cuenta factores tales como: la psicología regional, la capacidad de aceptación,
el potencial de sufragio, el consumo de hidratos de carbono per-cápita, etc.
etc. se resolvió, en votación dividida, la emisión del comunicado b), en
idiomas: Ingles, Sánscrito y Sumerio; para una más amplia comprensión.
Lamentablemente, esta impredecible raza, a la que los
heroicos paladines pretendían salvar con su proverbial osadía, haciendo honor a
esa característica (la de impredecible) reaccionó desfavorablemente; aunque,
bueno es destacarlo, solo en porcentaje aproximado al 80%. Aunque, y según más
tarde se supo, el 20% restante se encontraba demasiado ocupado manoteando en
propia defensa, como para ocuparse de de ningún otro asunto.
Ante esta evidente falta de apoyo popular y, teniendo
en cuenta la absoluta carencia de soluciones -y menos aún de alternativas- los
conspicuos integrantes de la “C.I.”, en un honroso gesto, decidieron en pleno,
renunciar a sus cargos y funciones. Afortunadamente la resolución de esta
altruista actitud – los puestos eran honorarios- se vio indefinidamente
postergada, a causa de que siendo ellos mismos las máximas autoridades
mundiales, no se encontró ante quien “elevar” las susodichas dimisiones. Por
otro lado, y esto basándose solo en trascendidos, se sospechaba sobre la falta
de interés por parte de los mismos funcionarios, de salir a las calles; donde y
pese a la proteica sopa de insectos que las cubría, miles de manifestantes
aguardaban pacientemente a sus líderes.
Se los recuerda equipados con prácticas botas de
material sintético provistas de unas refinadas solapas adosadas a la caña del
calzado y terminadas en vistosos flecos. Elementos, estos, que impedían el
ascenso de los invasores al resto del cuerpo, el cual a su vez, estaba cubierto
por una cómoda malla tramada en hilo metálico, ligeramente apartada de la piel
de quien las vistiera, por mediación de unos separadores plásticos adheridos a
la indumentaria del afortunado, indispensable aditamento para evitar el
contacto directo con las periplaneta voladoras.
Si allí permanecían, era solo para hacer presente un
incondicional apoyo a sus conductores, tal la versión oficial no confirmada. No
obstante lo cual, de algunas actitudes de los ciudadanos, así como de los
objetos que en sus manos portaban, pudiera surgir la sospecha de cierta
animosidad y descreimiento hacia los perínclitos estadistas. Situación esta del
descreimiento, que a poco pudo ser confirmada a juzgar por el oscuro desanimo
que cundiera entre las gentes, evidenciándose en la multiplicación de exitosos
intentos de suicidio.
Una apocalíptica frase fue transmitiéndose de boca a
odio, de parlante a oído, de letra a ojo: ¡NADA SE PUEDE HACER!