Cuentos de Filemón Solo

jueves, 24 de mayo de 2012

CHACRA (Metáfora)

Sobre una situación de pasaje en un pasaje sin situación.
“Siendo el cambio la única constante,
podrá solo cambiar lo ya cambiado
Y aquello que tenemos por creado,
mudará en un siglo... o un instante”
                                                                                                                                     
-Vengo a verlo– dijo luego de un rápido saludo. -¿Podría hablar con usted?-.
Había viajado durante tres días para poder entrevistarse con ese hombre, y ahora, que lo tenía frente a sí, que lo observara en persona y no ya en sus pensamientos, se sentía vacilante e inseguro. No era sencillo exponer sus inquietudes sin         acercarse peligrosamente al ridículo. Ridículo que, y más allá de presentar una pobre imagen de sí mismo, podría ser motivo de que su interlocutor le considerara indigno de las respuestas que había venido a buscar.
Recordando algún concepto recibido en esos cursillos empresarios sobre “como desempeñarse debidamente ante un cliente difícil”, tomó aire, apartó la vista del objeto de su inquietud, y visualizándose como un hombre totalmente seguro, sonrió y recomenzó su presentación.
-Bien, sucede que me han hablado mucho de su persona y, la verdad es que estoy buscando algo que, según esos dichos, usted ya ha encontrado. Le pido excusas por apersonarme sin aviso, pero no habiendo donde llamarle, no me fue posible concertar una entrevista previa-, agregando en voz más baja, como hablando consigo mismo, - verá, mis tiempos se agotan-
El dueño de casa, sin decir palabra, dio la vuelta entrando a la vivienda. Luego de unos instantes reapareció con una silla en sus manos, la ofreció al visitante con un movimiento de cabeza y, siempre en silencio, se acomodó sobre una vieja mecedora que allí se encontraba.
Bajo la galería de la cabaña, un hombre de mediana edad y un aciano con un bolso a su lado contemplan el atardecer en las montañas.
El recién llegado se encuentra algo inquieto, busca la forma de establecer un dialogo. -Cada persona tiene una forma de dejarse abordar- se dice –pero este hombre, al permanecer silencioso, no da ninguna señal sobre cual puede ser la suya-.
Notando de pronto su falta de formalidad, rápidamente se pone de pie y tendiendo la mano se excusa. –Tenga a bien disculparme, mi nombre es Paredes, Roberto Paredes y vengo desde Entelechïa.- 
Como toda respuesta recibe una diestra firme y una sonrisa leve.
-Usted es el Señor Prado, ¿verdad?- Un nuevo movimiento de cabeza confirma lo acertado de su suposición.
La tarde desaparece sobre el accidentado perfil de las montañas, un frío seco se cuela por entre el tejido de la ropa. Prado ingresa a la casa dejando abierta la puerta en inequívoca señal para que el anciano lo siga. Le indica la ubicación del cuarto de baño y, sin articular sonido se dirige a la cocina, allí combina una mezcla de verduras, legumbres, y hortalizas, vuelca el preparado dentro de una pequeña canasta e instala esta sobre una hirviente olla conteniendo cereales para someterla a una rápida cocción al vapor. Con gran habilidad ubica artísticamente el producido en una fuente que transporta hasta el centro de una rústica mesa de troncos. Luego coloca sobre ella un cuenco de madera con aromático pan oscuro y una jarra conteniendo agua fría. Al concluir con la preparación de lo necesario para la cena, toma asiento e invita a Paredes, siempre mediante gestos, a hacer lo propio.
El visitante lentamente va comprendiendo el código de comportamiento, aparentemente debe seguir las indicaciones sin hacer preguntas. Bueno, Prado ya está al tanto de la inquietud que impulsara su viaje a las montañas y, aunque aún no tuvo la ocasión de exponer puntualmente la cuestión, cuando sea el momento oportuno este seguramente inquirirá sobre el motivo de su visita. Y la ocasión quizá sea esta noche, después de la cena.
El único plato en qué consiste la comida es servido pródigamente por el anfitrión y cada uno de los comensales toma su alimento según lo acostumbra. Paredes, vista la impuesta falta de dialogo, se sumerge en sus pensamientos olvidando la sorpresa inicial producida por el agradable sabor de la sencilla creación gastronómica. En tanto Prado mastica lentamente cada bocado. Sumamente concentrado exclusivamente en este acto, observa muy atento la porción que llevará a la boca, y hasta pareciera que se comunica con los elementos que la componen.
“Luego de la cena”, se había esperanzado Paredes. Pero luego de la cena no hubo conversación alguna, ni la hubo más tarde. Solo compartieron el doméstico acto del lavado de platos y utensilios, antes de que Prado le mostrase, siempre por señas, la que sería su alcoba por esa noche.
El hombre que había cruzado el continente en procura de respuestas, yace sobre la cama, aún sin ellas, con las manos bajo la adolorida cabeza y los ojos muy abiertos, tratando de explicarse el extraño comportamiento de su anfitrión. Hay en este hombre actitudes del todo incomprensibles, tanto como aquella de hospedar a un individuo totalmente desconocido, o la otra, más desconcertante aún, esa de no desear entablar dialogo alguno.
Durante un momento se dejó ganar por la sospecha de que Prado sufría de algún impedimento en la audición o el habla, a poco salió de su error recordando el regaño que, en voz baja, prodigara al enorme perro por gruñir a su huésped. No, ese silencio no estaba relacionado con ninguna limitación física.
Recién en la madrugada consiguió alcanzar el sueño, pero ya su mente había logrado atemorizarlo con la posibilidad de un nuevo fracaso, y no obtuvo el necesitado buen descanso. Despertó avanzada la mañana e invirtió largos minutos en encontrar su ubicación en tiempo y espacio. Finalmente abandonó el lecho con la esperanza de que Prado no tomara a mal su tardanza.
Luego de una oportuna ducha, ya mejor dispuesto, se dirigió en busca del dueño de casa. Le presentaría sus inquietudes en la forma más clara posible y, en caso de no ser respondido, simplemente se marcharía. Nada de esto era razonable.
Prado no se encontraba en la cabaña, tampoco se lo veía desde las ventanas. Bueno, ya volvería.
Sobre la mesa el pan casero y un termo con café le invitaban a desayunar.
Una hora después, cansado ya de dar vueltas por el reducido círculo en el que la discreción lo limitara, salió a la galería, y más tarde caminó hasta huerta; siguiendo su investigación por el gallinero, el galpón y el invernadero. Para la media tarde, luego de verificar de tanto en tanto que Prado no hubiese retornado a la cabaña por algún ignoto sendero, ya conocía aceptablemente bien cada sector de las siete hectáreas que componían la superficie de la chacra. Quizá su solitario propietario bajara al pueblo por provisiones, pero en una simple nota pudo haberle advertido sobre el caso. El proceder de este hombre le resultaba tan extraño que ya no estaba seguro de desear sus consejos.
Con otro sol cayendo detrás de la cordillera, agotado y hambriento decidió abandonar el lugar en la mañana. Perdido ya todo pudor a causa de la frustración, se sirvió el sobrante de la cena de la noche anterior y, sin más, se fue a la cama.
El alba todavía tardía de la primavera sureña, lo encontró tomando un té en la cocina. El bolso preparado y el ánimo inquieto. Prado no había vuelto aún, y debería partir dejando la casa abierta y al pobre perro sin alimento. Por otro lado la huerta estaba necesitada de riego, las aves de corral de atención, y él mismo se sentía desengañado e indeciso. Vueltas y más vueltas, tanto en el ámbito de la cocina cuanto en el suyo interno.
Le tomó dos horas elaborar un plan que le resultara aceptable para la extraña ocasión. Debía hablar con alguien, pedir consejo y ayuda, y lo más conveniente sería hacerlo con los vecinos. Sin dudas estos conocerían a Prado y podrían justificar su ausencia. Les pediría que se hagan cargo del lugar hasta que su dueño volviera. Eso era lo único que podía hacer para marcharse sin el peso de una responsabilidad que lo atrapara indebidamente.

-Sí señor, Prado pasó ayer temprano para despedirse, y también me advirtió acerca de su visita- Paredes, sorprendido y desconcertado, escuchaba al hombre que gentilmente le hiciera pasar a su cabaña de cantoneras de ciprés.
En el día de su llegada, por error había recorrido parte del sendero que llevaba a la casa vecina, misma en la que ahora se encontrara. De no haber sido por esta afortunada confusión, la hora invertida en llegar a ella bien pudo transformarse en un interminable período de búsqueda.
Los pensamientos se anudaban en su mente impidiéndole una coherente manifestación en la palabra. ¿Cómo podía saber Prado el día anterior que él, luego de un intenso soliloquio, decidiría concurrir hoy allí?
El hombre, observándolo con simpatía, lentamente, como se hace con un niño pequeño le comunica que, a partir de ahora, él estará a cargo de la finca, que esta no pertenece a Prado, sino, y como todas las de la región, a un personaje poco conocido quien dispone de ellas según su mejor criterio.  Siendo este un Señor del que solo se tienen magras referencias.
-¡Esto no puede ser todo!-. Paredes insiste, le es necesario saber a quién concierne la propiedad para poder aclarar este malentendido. ¿Quién es ese individuo para suponer que puede endilgarle abruptamente su cuidado?
-¡Vamos amigo!-, se sorprende el vecino, -usted no llegó aquí casualmente, cálmese y piense-. Llevándolo del hombro hacia la puerta alcanza a decirle: -¿de quién es el planeta? ¡Solo recuerde a que vino! Le aseguro el mayor de los éxitos en su nueva empresa-.

Sentado bajo el soportal de la cabaña el hombre espera. Sabe que alguien habrá de venir en cualquier momento, ha llegado su tiempo de partir.
Absorto en sus pensamientos, sonríe recordando los primeros tiempos vividos luego que allí arribara, hacía ya..., bueno, eso era de poca importancia. Todavía le resultaba difícil aceptar que aquel ignorante anciano fuera él mismo. Imagina esa figura como a su antecesor, un niño en un cuerpo cargado de años; por cierto muchos más que este que hoy lo viste.
-No podría precisar el justo momento del cambio. ¿Acaso tu lo recuerdas?- El gran perro negro lo mira moviendo su rabo, incapaz de responder con algo que no sea el afecto.
-Claro que no hubo un momento preciso. La evolución solo ocasionalmente recurre a la mutación en sus sistemas. De una forma paulatina es menos sorprendente y más sencillo de asimilar-.
-En honor a la verdad se debe reconocer que el viejo Paredes era poseedor de una gran voluntad- se dice. -Sin ella jamás hubiera llegado hasta aquí. Sin ella no estaríamos en estos momentos, ni en las respuestas que él buscaba-.
El recuerdo le trae la imagen de un día cualquiera, en el que la figura de otro extraño se acercara a la casa indagando sobre el paradero de Caminos, su vecino, quien, al decir del consultante, habría desaparecido misteriosamente.
Se lo veía tan desesperado que por fuerza le recordó a quien antes fuera. Aún dentro de la ternura que despierta la ignorante ingenuidad, era del todo imposible darle más detalle que lo que Paredes hubo recibido.
Curioso estado el de esas conciencias, han crecido lo suficiente como para dejarse llevar por sus anhelos, pero luego suponen que las tan ansiadas respuestas han de poder ser medidas con  pequeños métodos que tienen conocidos. Requieren de presencias tangibles a su lado, necesitan explicaciones de todo, y a todo encierran en un sistema. Desean bajar las grandes cosas a su nivel de comprensión, sin notar el desmedro que estas sufren en ese descenso. Todavía no pueden concebir que su propia elevación les dará la panorámica visión del ave en pleno vuelo.

La llegada está muy próxima, tal vez mañana, o pasado, no más de una semana, de eso está seguro. Bien, es solo otro de tantos cambios de los que todos juntos, aún sin notarlo, formamos parte. Busca en el cuarto el antiguo bolso de Paredes y guarda en él solo algunos escritos que no desea que nadie conozca; divertido recuerda ese día, ya vuelto a la casa luego de recibido el codificado mensaje de Caminos, la sorpresa al notar que en el edificio solo existía una recámara, la que él ocupara la noche anterior. ¿Dónde pasó esa noche Prado? ¡Él lo siguió con la mirada cuando se dirigiera hacia...¿Hacia dónde se había encaminado? Fueron momentos de terrible desconcierto, pero, “si los elementos se encuentran ordenados, ningún orden nuevo se puede crear con ellos”. Es bastante evidente que lo que está concertado ya integra un conjunto, y que para lograr una mejor combinación evolutiva es preciso “desconcertar” lo instituido. Así en la mente como en las cosas. Más tarde, lentamente, usando hasta el abuso ese espacio que nos es imprescindible para anexar los recientes sucesos, ese “tiempo”, se comienza a armar un nuevo paradigma más acorde a la situación imperante. ¡Y más tiempo! ¡Mucho más de él! hasta incorporar lo que siempre supimos: “no existe un orden sistémico al que asirse”.
Recordar y conectarse, solo eso, el resto, las acciones, son mera consecuencia de esa conexión, o de la falta de ella. He ahí la casualidad y la causalidad en funciones alternativas y complementarias. Experiencias elementales, pequeños destellos de luz que el ojo atento incorpora a su acervo  cognitivo. Prácticas que no pueden ser volcadas en alforjas ajenas. No, estas contienen ya las viandas para cada ronda, y ese alimento que debe ser totalmente consumido antes de recibir cualquier otra ración; una nueva dieta acorde al próximo sendero.
Mirando al firmamento se pregunta en qué etapa de su estadía había notado que no era el mismo ya conocido. Ninguno de ambos.

-Tenga buenas tardes-, el golpe de una exógena vos humana ingresa disonante al mundo de los sonidos del bosque. -¿Es usted el señor Flores? Me han dicho que podía venir a verlo. Le ruego disculpe la intromisión, este atrevimiento surge de la muy urgente necesidad de consultarle sobre algunas cuestiones. ¡Ah!, mi nombre es Elisa, Elisa Paredes-.

                                                                                   Filemón Solo