“Siendo el
cambio la única constante,
podrá solo
cambiar lo ya cambiado
mudará en un
siglo... o un instante”
-Vengo a verlo– dijo luego de un rápido
saludo. -¿Podría hablar con usted?-.
Había viajado durante tres días para
poder entrevistarse con ese hombre, y ahora, que lo tenía frente a sí, que lo
observara en persona y no ya en sus pensamientos, se sentía vacilante e
inseguro. No era sencillo exponer sus inquietudes sin acercarse peligrosamente al ridículo. Ridículo que, y más
allá de presentar una pobre imagen de sí mismo, podría ser motivo de que su
interlocutor le considerara indigno de las respuestas que había venido a
buscar.
Recordando
algún concepto recibido en esos cursillos empresarios sobre “como desempeñarse
debidamente ante un cliente difícil”, tomó aire, apartó la vista del objeto de
su inquietud, y visualizándose como un hombre totalmente seguro, sonrió y
recomenzó su presentación.
-Bien,
sucede que me han hablado mucho de su persona y, la verdad es que estoy
buscando algo que, según esos dichos, usted ya ha encontrado. Le pido excusas
por apersonarme sin aviso, pero no habiendo donde llamarle, no me fue posible
concertar una entrevista previa-, agregando en voz más baja, como hablando
consigo mismo, - verá, mis tiempos se agotan-
El dueño de
casa, sin decir palabra, dio la vuelta entrando a la vivienda. Luego de unos
instantes reapareció con una silla en sus manos, la ofreció al visitante con un
movimiento de cabeza y, siempre en silencio, se acomodó sobre una vieja
mecedora que allí se encontraba.
Bajo la
galería de la cabaña, un hombre de mediana edad y un aciano con un bolso a su
lado contemplan el atardecer en las montañas.
El recién
llegado se encuentra algo inquieto, busca la forma de establecer un dialogo.
-Cada persona tiene una forma de dejarse abordar- se dice –pero este hombre, al
permanecer silencioso, no da ninguna señal sobre cual puede ser la suya-.
Notando de pronto su falta de formalidad, rápidamente
se pone de pie y tendiendo la mano se excusa. –Tenga a bien disculparme, mi
nombre es Paredes, Roberto Paredes y vengo desde Entelechïa.-
Como toda
respuesta recibe una diestra firme y una sonrisa leve.
-Usted es el
Señor Prado, ¿verdad?- Un nuevo movimiento de cabeza confirma lo acertado de su
suposición.
La tarde
desaparece sobre el accidentado perfil de las montañas, un frío seco se cuela
por entre el tejido de la ropa. Prado ingresa a la casa dejando abierta la
puerta en inequívoca señal para que el anciano lo siga. Le indica la ubicación
del cuarto de baño y, sin articular sonido se dirige a la cocina, allí combina
una mezcla de verduras, legumbres, y hortalizas, vuelca el preparado dentro de
una pequeña canasta e instala esta sobre una hirviente olla conteniendo
cereales para someterla a una rápida cocción al vapor. Con gran habilidad ubica
artísticamente el producido en una fuente que transporta hasta el centro de una
rústica mesa de troncos. Luego coloca sobre ella un cuenco de madera con
aromático pan oscuro y una jarra conteniendo agua fría. Al concluir con la
preparación de lo necesario para la cena, toma asiento e invita a Paredes,
siempre mediante gestos, a hacer lo propio.
El visitante
lentamente va comprendiendo el código de comportamiento, aparentemente debe
seguir las indicaciones sin hacer preguntas. Bueno, Prado ya está al tanto de
la inquietud que impulsara su viaje a las montañas y, aunque aún no tuvo la
ocasión de exponer puntualmente la cuestión, cuando sea el momento oportuno
este seguramente inquirirá sobre el motivo de su visita. Y la ocasión quizá sea
esta noche, después de la cena.
El único
plato en qué consiste la comida es servido pródigamente por el anfitrión y cada
uno de los comensales toma su alimento según lo acostumbra. Paredes, vista la
impuesta falta de dialogo, se sumerge en sus pensamientos olvidando la sorpresa
inicial producida por el agradable sabor de la sencilla creación gastronómica.
En tanto Prado mastica lentamente cada bocado. Sumamente concentrado
exclusivamente en este acto, observa muy atento la porción que llevará a la
boca, y hasta pareciera que se comunica con los elementos que la componen.
“Luego de la
cena”, se había esperanzado Paredes. Pero luego de la cena no hubo conversación
alguna, ni la hubo más tarde. Solo compartieron el doméstico acto del lavado de
platos y utensilios, antes de que Prado le mostrase, siempre por señas, la que
sería su alcoba por esa noche.
El hombre
que había cruzado el continente en procura de respuestas, yace sobre la cama,
aún sin ellas, con las manos bajo la adolorida cabeza y los ojos muy abiertos,
tratando de explicarse el extraño comportamiento de su anfitrión. Hay en este
hombre actitudes del todo incomprensibles, tanto como aquella de hospedar a un
individuo totalmente desconocido, o la otra, más desconcertante aún, esa de no
desear entablar dialogo alguno.
Durante un
momento se dejó ganar por la sospecha de que Prado sufría de algún impedimento
en la audición o el habla, a poco salió de su error recordando el regaño que,
en voz baja, prodigara al enorme perro por gruñir a su huésped. No, ese
silencio no estaba relacionado con ninguna limitación física.
Recién en la
madrugada consiguió alcanzar el sueño, pero ya su mente había logrado
atemorizarlo con la posibilidad de un nuevo fracaso, y no obtuvo el necesitado
buen descanso. Despertó avanzada la mañana e invirtió largos minutos en
encontrar su ubicación en tiempo y espacio. Finalmente abandonó el lecho con la
esperanza de que Prado no tomara a mal su tardanza.
Luego de una
oportuna ducha, ya mejor dispuesto, se dirigió en busca del dueño de casa. Le
presentaría sus inquietudes en la forma más clara posible y, en caso de no ser
respondido, simplemente se marcharía. Nada de esto era razonable.
Prado no se
encontraba en la cabaña, tampoco se lo veía desde las ventanas. Bueno, ya
volvería.
Sobre la mesa el pan casero y un termo
con café le invitaban a desayunar.
Una hora
después, cansado ya de dar vueltas por el reducido círculo en el que la
discreción lo limitara, salió a la galería, y más tarde caminó hasta huerta;
siguiendo su investigación por el gallinero, el galpón y el invernadero. Para
la media tarde, luego de verificar de tanto en tanto que Prado no hubiese
retornado a la cabaña por algún ignoto sendero, ya conocía aceptablemente bien
cada sector de las siete hectáreas que componían la superficie de la chacra.
Quizá su solitario propietario bajara al pueblo por provisiones, pero en una
simple nota pudo haberle advertido sobre el caso. El proceder de este hombre le
resultaba tan extraño que ya no estaba seguro de desear sus consejos.
Con otro sol
cayendo detrás de la cordillera, agotado y hambriento decidió abandonar el
lugar en la mañana. Perdido ya todo pudor a causa de la frustración, se sirvió
el sobrante de la cena de la noche anterior y, sin más, se fue a la cama.
El alba
todavía tardía de la primavera sureña, lo encontró tomando un té en la cocina.
El bolso preparado y el ánimo inquieto. Prado no había vuelto aún, y debería
partir dejando la casa abierta y al pobre perro sin alimento. Por otro lado la
huerta estaba necesitada de riego, las aves de corral de atención, y él mismo
se sentía desengañado e indeciso. Vueltas y más vueltas, tanto en el ámbito de
la cocina cuanto en el suyo interno.
Le tomó dos
horas elaborar un plan que le resultara aceptable para la extraña ocasión.
Debía hablar con alguien, pedir consejo y ayuda, y lo más conveniente sería
hacerlo con los vecinos. Sin dudas estos conocerían a Prado y podrían
justificar su ausencia. Les pediría que se hagan cargo del lugar hasta que su
dueño volviera. Eso era lo único que podía hacer para marcharse sin el peso de
una responsabilidad que lo atrapara indebidamente.
-Sí señor,
Prado pasó ayer temprano para despedirse, y también me advirtió acerca de su
visita- Paredes, sorprendido y desconcertado, escuchaba al hombre que
gentilmente le hiciera pasar a su cabaña de cantoneras de ciprés.
En el día de
su llegada, por error había recorrido parte del sendero que llevaba a la casa
vecina, misma en la que ahora se encontrara. De no haber sido por esta
afortunada confusión, la hora invertida en llegar a ella bien pudo
transformarse en un interminable período de búsqueda.
Los
pensamientos se anudaban en su mente impidiéndole una coherente manifestación
en la palabra. ¿Cómo podía saber Prado el día anterior que él, luego de un
intenso soliloquio, decidiría concurrir hoy allí?
El hombre,
observándolo con simpatía, lentamente, como se hace con un niño pequeño le
comunica que, a partir de ahora, él estará a cargo de la finca, que esta no
pertenece a Prado, sino, y como todas las de la región, a un personaje poco
conocido quien dispone de ellas según su mejor criterio. Siendo este un Señor del que solo se tienen
magras referencias.
-¡Esto no
puede ser todo!-. Paredes insiste, le es necesario saber a quién concierne la
propiedad para poder aclarar este malentendido. ¿Quién es ese individuo para
suponer que puede endilgarle abruptamente su cuidado?
-¡Vamos
amigo!-, se sorprende el vecino, -usted no llegó aquí casualmente, cálmese y
piense-. Llevándolo del hombro hacia la puerta alcanza a decirle: -¿de quién es
el planeta? ¡Solo recuerde a que vino! Le aseguro el mayor de los éxitos en su
nueva empresa-.
Sentado bajo
el soportal de la cabaña el hombre espera. Sabe que alguien habrá de venir en
cualquier momento, ha llegado su tiempo de partir.
Absorto en
sus pensamientos, sonríe recordando los primeros tiempos vividos luego que allí
arribara, hacía ya..., bueno, eso era de poca importancia. Todavía le resultaba
difícil aceptar que aquel ignorante anciano fuera él mismo. Imagina esa figura
como a su antecesor, un niño en un cuerpo cargado de años; por cierto muchos
más que este que hoy lo viste.
-No podría
precisar el justo momento del cambio. ¿Acaso tu lo recuerdas?- El gran perro
negro lo mira moviendo su rabo, incapaz de responder con algo que no sea el
afecto.
-Claro que
no hubo un momento preciso. La evolución solo ocasionalmente recurre a la
mutación en sus sistemas. De una forma paulatina es menos sorprendente y más
sencillo de asimilar-.
-En honor a
la verdad se debe reconocer que el viejo Paredes era poseedor de una gran
voluntad- se dice. -Sin ella jamás hubiera llegado hasta aquí. Sin ella no
estaríamos en estos momentos, ni en las respuestas que él buscaba-.
El recuerdo
le trae la imagen de un día cualquiera, en el que la figura de otro extraño se
acercara a la casa indagando sobre el paradero de Caminos, su vecino, quien, al
decir del consultante, habría desaparecido misteriosamente.
Se lo veía
tan desesperado que por fuerza le recordó a quien antes fuera. Aún dentro de la
ternura que despierta la ignorante ingenuidad, era del todo imposible darle más
detalle que lo que Paredes hubo recibido.
Curioso
estado el de esas conciencias, han crecido lo suficiente como para dejarse
llevar por sus anhelos, pero luego suponen que las tan ansiadas respuestas han
de poder ser medidas con pequeños
métodos que tienen conocidos. Requieren de presencias tangibles a su lado,
necesitan explicaciones de todo, y a todo encierran en un sistema. Desean bajar
las grandes cosas a su nivel de comprensión, sin notar el desmedro que estas
sufren en ese descenso. Todavía no pueden concebir que su propia elevación les
dará la panorámica visión del ave en pleno vuelo.
La llegada
está muy próxima, tal vez mañana, o pasado, no más de una semana, de eso está
seguro. Bien, es solo otro de tantos cambios de los que todos juntos, aún sin
notarlo, formamos parte. Busca en el cuarto el antiguo bolso de Paredes y
guarda en él solo algunos escritos que no desea que nadie conozca; divertido
recuerda ese día, ya vuelto a la casa luego de recibido el codificado mensaje
de Caminos, la sorpresa al notar que en el edificio solo existía una recámara,
la que él ocupara la noche anterior. ¿Dónde pasó esa noche Prado? ¡Él lo siguió
con la mirada cuando se dirigiera hacia...¿Hacia dónde se había encaminado?
Fueron momentos de terrible desconcierto, pero, “si los elementos se encuentran
ordenados, ningún orden nuevo se puede crear con ellos”. Es bastante evidente
que lo que está concertado ya integra un conjunto, y que para lograr una mejor
combinación evolutiva es preciso “desconcertar” lo instituido. Así en la mente
como en las cosas. Más tarde, lentamente, usando hasta el abuso ese espacio que
nos es imprescindible para anexar los recientes sucesos, ese “tiempo”, se
comienza a armar un nuevo paradigma más acorde a la situación imperante. ¡Y más
tiempo! ¡Mucho más de él! hasta incorporar lo que siempre supimos: “no existe un orden sistémico al que asirse”.
Recordar y
conectarse, solo eso, el resto, las acciones, son mera consecuencia de esa
conexión, o de la falta de ella. He ahí la casualidad y la causalidad en
funciones alternativas y complementarias. Experiencias elementales, pequeños
destellos de luz que el ojo atento incorpora a su acervo cognitivo. Prácticas que no pueden ser
volcadas en alforjas ajenas. No, estas contienen ya las viandas para cada
ronda, y ese alimento que debe ser totalmente consumido antes de recibir
cualquier otra ración; una nueva dieta acorde al próximo sendero.
Mirando al
firmamento se pregunta en qué etapa de su estadía había notado que no era el
mismo ya conocido. Ninguno de ambos.
-Tenga
buenas tardes-, el golpe de una exógena vos humana ingresa disonante al mundo
de los sonidos del bosque. -¿Es usted el señor Flores? Me han dicho que podía
venir a verlo. Le ruego disculpe la intromisión, este atrevimiento surge de la
muy urgente necesidad de consultarle sobre algunas cuestiones. ¡Ah!, mi nombre
es Elisa, Elisa Paredes-.
Filemón Solo