La doctora Perla Maris era oriunda de Cruz del Eje,
una tranquila ciudad al norte de la provincia de Córdoba, hermosa comarca de
Argentina, extenso país del cono suramericano.
Desde su más temprana infancia, Perla (quien aún no
era doctora) se vio acosada por la interna inquietud de realizar algo
trascendente en beneficio de la humanidad -debe tenerse en cuenta que los
infantes, si bien no disponen de estos términos de expresión, no solo piensan,
sino que también poseen sentimientos-. Durante muchos años, decíamos, se vio
perseguida, tanto por la incógnita de cómo realizar sus sueños, como por gran
cantidad de insectos que poblaban la zona, la cocina, el baño, etc.
Fue con estos antecedentes que, residiendo en Buenos
Aires, gran ciudad capital de Argentina, y luego de un prolongado cuanto
forzoso contacto con los ortópteros que allí moraban, decidió el rumbo de su
futuro: se dedicaría al estudio de estos insectos, sus gustos, hábitos,
costumbres y debilidades. Todo con el único propósito de liberar al mundo de
este desagradable sector de la escala zoológica que contamina y asusta a las
personas, metiéndose en alimentos, alacenas, cloacas, y hasta en sus camas.
Así fue como, vuelta a su provincia, ingresó, no sin
esfuerzo, a la “*prestigiosa” Universidad de Córdoba, desde donde egresó,
algunos años más tarde, y no sin esfuerzo, con el titulo de Doctora (ahora sí)
en… Odontología. Porque resultaba difícil sustentarse con anhelos humanitarios,
sin subvención estatal.
Si bien para los ojos no entrenados pareciera, a
simple vista, que esta profesión poco o nada habría de aportarle al logro de
sus deseos, una más profunda mirada de esos mismos ojos sobre el asunto, revela
que son muy escasas las personas que, más tarde o temprano, no deban someterse
a alguna curación en su dentadura. Visto lo cual, la sagaz doctora Perla
organizó en su sala de espera espléndidas tertulias vespertinas entre los
pacientes que la visitaban. Eventos que se efectuaban con regularidad los días
lunes, miércoles y viernes de 15
a 20hs; horarios en un todo coincidentes con sus tiempos
de atención odontológica, y durante los cuales –y por comprensibles razones de
higiene bucal- no se servían alimentos sólidos. Pero la amena charla pueblerina
de los concurrentes se alternaba con sabrosos sorbos de té de peperina o menta.
Con este proceder la hábil doctora, a quien le cabía
la función de elegir el tema a tratar, extrajo de sus pacientes, no solo piezas
dentales deterioradas, sino también valiosa información sobre los insectos en
general y, lo más importante, sobre lo que la sabiduría autóctona tenía para
aportar al mundo en relación con las periplaneta americana. Aunque nadie allí
las denominara con esta tan acertada designación científica.
Tal lo expuesto, le fueron revelados ancestrales
secretos familiares, formulas mágicas y hasta conjuros con los cuales, y según
cada narrador, era posible liberarse de esos molestos integrantes del
ecosistema.
A propósito de este último y mediante un enriquecedor
cursillo, con diploma de asistencia, sobre
“La Conveniencia
de Mantener Viva a La
Naturaleza ”, la doctora Perla se impuso acerca de la
importancia de cada escalón biológico y de la inconveniencia de deshacerse de
cualesquiera de ellos. Conocimientos estos que le hicieron recapacitar sobre
sus propósitos insecticidas, y hasta es posible que los hubiera abandonado para
siempre sino fuera que al retornar a su casa, y ya concluida su última clase,
encontrara su cocina (¡Cuando No!) invadida por “esa” parte de la biota,
contaminando enseres, alimentos, y desparramando los naturales envases de sus
futuras crías -así como el producto de su digestión-, por alacenas, mesada y
lugares inaccesibles a la vista y mano humanas. Este desafiante accionar solo
logró reafirmar la primigenia decisión de nuestra protagonista.”Dedicaría el
resto de su vida a divertirse y viajar, luego casarse, (en ese orden) y más
tarde trabajar hasta lograr el exterminio de los asquerosos bichos”.
Tal una inveterada costumbre, no siempre bien
comprendida, los años continuaron transcurriendo, según lo vienen haciendo
desde la creación de este universo, hace trece o tal vez quince mil millones de
ellos, eón más o menos, y la doctora Perla Maris de Terra cumplió fielmente su
propósito.
En lo referente a su diversión, obviaremos comentarios
por no ser pertinentes, sobre su matrimonio, por no parecer impertinentes; pero
sus viajes, por el contrario, merecen aquí destacarse por cuanto en mucho
aportaron a su vernáculo conocimiento. Esta contribución fue extraída, no sin
esfuerzo, de bibliotecas, consultas a antiguos pobladores castigados desde
siempre por la promiscua convivencia con los insectos, y, porqué no, de
prestigiosos* laboratorios de experimentación en estos temas.
No obstante, su ya frondosa información -que poco más
tarde haría a una exhaustiva
experimentación- nada nuevo aportó a la búsqueda del producto clave.
Aquel que, finalmente produjera el deseado efecto; cuanto menos en su cocina.
Solo formulas y compuestos parecidos a los ya en uso; puesto en plano: ¡solo
porquerías tóxicas!
“Los amplios caminos asfaltados, que las máquinas han
realizado, figuran en todas las hojas de ruta, pero jamás nos conducirán hacia
los ocultos tesoros”. Esta enigmática frase, que le fuera lanzada como al pasar
por un sabio anciano habitante de un pequeño pueblo de los Pirineos, le otorgó
a la mente de nuestra buscadora el necesario vuelo como para deducir que: “Son
los angostos senderos, abiertos por los afilados machetes de los genios, los que
nos llevan a la verdad, pero hay (¡hay!) que tener el valor de salirse de los
mapas”. Con esta sola pista, y tal como peregrino que habiendo recorrido el
mundo en busca de la iluminación, debe retornar al punto de partida luego de
haber hallado a Disneyworld como único destino, puso rumbo a casa, no sin antes
arrojar por la borda la inútil carga de bodega, dispuesta ahora a transitar los
difíciles “angostos senderos”.
¡En la humilde biblioteca de su pueblo natal yacía,
disimulado entre cientos de volúmenes informativos y aberrantes textos
escolares, encerrado el conocimiento que tanto buscara! Así fue como nuestra
insistente exploradora, ya vuelta a casa, se dedicó al estudio de los escritos
de y sobre Hahnemman, Steiner, Bach, y otros insurrectos trasgresores de lo
establecido. Deambuló más tarde por los laberintos minoicos de las antiguas
culturas en busca de su sutil originaria sabiduría. Estas enseñanzas le
brindaron la poco usada llave con la que, tiempo más tarde, hubo de abrir la
pesada puerta que la ignorancia ilustrada instalara en inútil intento de
limitación a la búsqueda humana.
Segura, a estas alturas, de la existencia de una
etérea conexión entre la materia, de la cual se componen los cuerpos, y un algo
no tangible que a ella sustenta, y, habida cuenta de la influencia de ciertas
artes curativas que, actuando sobre esto último afecta directamente a aquellos,
¿por qué no revertir el proceso, logrando que esa inteligencia que hace a la
tenaz subsistencia de los insectos se vea bloqueada en su labor, aunque mas no
fuera temporalmente? Esto se preguntaba nuestra doctora, sumida en sus
elucubraciones entre un tratamiento de conducto y una caries obturada con
lámpara halógena. Como suele suceder en los cuentos, la respuesta le llegó
finalmente por medio de una voz interna, abriéndose trabajosamente paso entre
sus pensamientos. “Porque no corresponde
-se le dijo- - y se le agregó- No se debe
quitar una vida tan solo porque nos moleste en la nuestra. Compartimos un mundo
pequeño y todo debe mantener las relaciones y proporciones adecuadas. Continua
tu trabajo, pero guarda celosamente el producto de tus descubrimientos, pudiera
llegar el día en que fueran necesarios; ¡O fatales!”
La doctora Perla Maris de Terra, en definitiva, y no sin grandes esfuerzos,
vio realizados sus más caros proyectos. Descubrió algo desde todo punto de
vista sorprendente, excluyendo el científico (que no fuera entonces en realidad
un punto, pues a partir de eso –un punto ( .)-, se construye cualquier
elemento, sino más bien un autolimitado
segmento, al que la soberbia dibujó como una recta infinita y única), que, como
no podía ser de otra forma, antes de sorprenderse, lo rechazaría de plano.
No vamos aquí a narrar los pormenores de la labor de
investigación que la llevó a este hallazgo sin precedentes, solo diremos en su
honor que al no estar comprometida con las limitaciones académicas, pudo
lanzarse sobre zonas poco trilladas del conocimiento. Logrando, no un nuevo y
más potente plaguicida a base de componentes deletéreos, sino, y esto es lo
realmente importante, una inocua sustancia que en nada afectaba en forma
directa al cuerpo físico de los seres en materia, pero sí de fulminante efecto
sobre su ánimo. ¡Bravo doctora!
Fiel al mandato recibido, jamás publicó su hallazgo.
Solo fue guardado en el segundo cajón, lado izquierdo, del antiguo escritorio
de roble heredado de su abuelo paterno. Quizá a raíz del tiempo transcurrido,
tal vez por alguna omisión en la historia familiar, lo cierto es que nunca se
supo el porqué su otro abuelo (siempre hay dos), el materno, no poseyó
escritorio alguno.
En este mundo de relatividades, la
fidelidad también puede serlo y la doctora Perla Maris de Terra aplicaba
secretamente su formula. Pero únicamente a título experimental, y en sitios
acotados y muy puntuales: su alacena, baños (tenía dos) y cocina (solo una).
Pero, ¡Ay!, la formación racionalista
también integraba la personalidad de nuestra amadísima investigadora. Tanto
que, como es inexcusablemente comprensible, se alegraba de haberse divertido,
de haber viajado, bastante menos de haber contraído enlace (situación esta que
más adelante remediaría) pero renegaba de los años invertidos en estudios y
sacrificios, ¡SOLO PARA SER ARCHIVADOS EN UN CAJÓN!. ¡Vamos doctora!, arriba
ese “ánimo”, que todo llega.
CONTINUARÁ
*NdA: para una mejor comprensión del tema en
cuestión, debe tenerse en cuenta la fundamental importancia que poseía el
“prestigio”; tanto para este, cuanto para casi todos los asuntos conocidos.
*NdA: Acreditado: Participio
adjetivo, “Se aplica al que tiene crédito (fama de bueno)”, textual.
Era casi tan importante, y dilecto hermano, del ya
mencionado “prestigio”. Aún más, hubo quien afirmara que no puede existir este
último sin haber logrado aquel primero. CONTINUARÁ