Desde su estratégica ubicación observa
atentamente la sabana. El alcance de su vista no es el mismo de antaño, y su
poderoso olfato también ha disminuido con los años. No obstante las
minusvalías, aún puede distinguir cuando un ñu está en apuros.
La inmensa
manada de antílopes se encuentra pastando sobre la planicie, y el viejo león
espera pacientemente que alguna cría se aleje desprevenidamente del grupo, o,
lo que le haría la cacería más dificultosa, a que un ejemplar adulto haga lo
propio.
Ya no tiene
la velocidad ni la resistencia necesarias para alimentarse como solía hacerlo.
Cierto es que en gran parte de ese tiempo fueron las hembras las que le
proveyeron lo necesario para la cena, en tanto él, teniendo asegurado el
abastecimiento, se ocupaba de lo suyo.
Pero eso ya
pasó, las hembras no hacen nada por él, ni siquiera le permiten acercarse al
grupo que conforman, y si están en época
de apareo, son los leones más jóvenes quienes lo atacan despiadadamente. Ya
existe demasiada competencia como para permitir el ingreso a la puja de un
anciano inútil.
El tiempo
pasó demasiado deprisa, y sin notarlo siquiera fueron disminuyendo sus fuerzas,
hasta que en una primavera cualquiera un desafiante lo derrotó malamente
dejándolo muy herido y sumamente confuso.
Habiendo
perdido su supremacía, nadie de la manada le prestó ayuda y fue abandonado a su
suerte. Esa noche terrible, solo un milagro le salvó de ser despedazado por las
malditas hienas que merodean incansables por todos los territorios de caza.
Luego de esa sombría experiencia nunca volvería a ser el mismo.
En la jungla
la soledad lo acerca a uno a la muerte. Sin demasiado análisis, siempre se tuvo
por un líder invencible capaz de mantener su posición eternamente. Esto no se
compadecía con la presente situación, en la que algo parecía no estar en su
lugar.
Al dejar a
su madre, y como todos los machos de su raza, se había lanzado a ese vagabundeo
por selvas y praderas que los inexpertos realizan durante años antes de
incorporarse al régimen social de la comunidad. Desde sus primeros juegos
demostró ser un espécimen fuerte que se destacaba de entre los cachorros de
camada por su fiereza y capacidad en el combate.
Al sentir el
despertar de sus instintos, se enfrentó sin dudarlo al león más poderoso y con
el mayor harén de la región. El resultado del combate no dejó lugar a dudas
sobre quien era el vencedor de la lid. El joven felino había entrado a la vida
adulta merced a un resonante éxito, allí donde muchos fracasaran. El maltrecho
macho derrotado debió partir hacia la soledad, en espera de reponerse antes de
ser descubierto por las vigilantes hienas. Tal y como, años más tarde, a él
le habría de ocurrir.
El orgullo
del triunfo, no le permitió extraer la obvia moraleja de ese episodio, y
continuó gozando de una existencia de poder que prometía no tener fin. Aún
ahora no deseaba comprender el porqué de lo ocurrido ni la causa de su
decadencia.
Ya en el
camino de las privaciones, y considerando que algún esporádico éxito no
justificaba la cantidad de fracasos obtenidos, abandonó sus hábitos de cazador,
compitiendo humillado, con los carroñeros que buscan alimentarse con los
despojos de cualquier animal.
Estaba
próxima la llegada de la estación seca, y con ella la hambruna que se
extendería por toda la planicie. Sabía que no sobreviviría a la temporada y una
sensación de fragilidad y fatalismo se apoderó de su ya sentido ánimo.
Arrastrando las extremidades caminó lentamente perdiéndose en la espesura de la
jungla.
En la
tercera página del periódico de mayor tirada de la ciudad, se publicaba este artículo:
“En la madrugada del día de ayer, personal policial
halló en la vía pública el cuerpo sin vida de quien fuera el rey de los
negocios bursátiles. Roberto Ostende, más conocido por el apodo de “El León”,
habría muerto como consecuencia de una hipotermia, agravada por un cuadro de
profunda desnutrición, según anunció el forense.
Para los más jóvenes, informamos que Ostende fue
quien............”
Filemón Solo