Cuentos de Filemón Solo

martes, 20 de febrero de 2018

L A NOVIA DEL CAMINO


LA NOVIA DEL CAMINO
Este cuento está basado en hechos reales.

Venía yo muy atento a los “serruchos” del camino pues la F 100, dura como era, saltaba sobre el ripio mal mantenido desacomodándose peligrosamente en cada cuesta que se presentara.
Luego de pasar una pequeña trepada que circunvalaba a un montecito, la veo estratégicamente ubicada al borde de la ruta, allí donde por fuerza los conductores debían disminuir la velocidad de marcha.
Una figura surrealista, que parecía implantada en el desértico paisaje patagónico. Un ligero paneo visual de mi parte dio como resultado la inexistencia de cualquier edificio, construcción o cabaña que le pudiera servir de morada. Dentro del amplio radio de visión que el soleado día me brindara, solo se apreciaba la árida estepa.
No pude obtener un magro acuerdo entre las innumerables disociaciones que mi mente trataba inútilmente de unir, no hasta pasados unos cien metros del sitio donde ella se encontraba plantada. Ahora, a más de cincuenta años del hecho, aún no encuentro motivo por el cual detuve el vehículo.
Sin pensarlo, coloqué la reversa y me ubiqué frente a ella sin saber aún que decirle.
Extremadamente delgada, de unos veinticinco años de edad, evidente producto de una mezcla de razas, me miraba sin temor ni extrañeza alguna. Esa sorprendente muchacha ataviada con algo parecido a lo que había sido un blanco vestido de novia, abrió la puerta de la chata y, muy contundentemente me dijo, -Por lo menor, son cincuenta pesos- (bueno, que en realidad no fueron esos los términos empleados, los he cambiado sin modificar su significado), “Cincuenta pesos”, imposible transpolarlos a los valores de hoy día, pero en ese momento me sonó a muy poco dinero.
Mientras, finalmente, comprendía la razón de su permanencia detrás del monte, recordé fugazmente a mi hermosa novia, quién me aguardaba muy lejos de allí, y me invadió una profunda pena por este ser desvalido que se prostituía para subsistir malamente.
Yo me había detenido, y no por curiosidad, ahora no podía renunciar al papel que, supuse, desde algún lado se me estaba sugiriendo.
Puse mi mano en el bolsillo, saqué cien pesos y se los entregué. Antes de saludarla y marcharme, ella ya se había ubicado junto a mí en el asiento, y yo, por mi cuenta, algo alarmado, pensé que mi gesto no le ayudaría, y puede que sirviera, si, pero para todo lo contrario de lo que fuera mi intención.
Su propósito era cumplir con el trato tácitamente ya establecido entre ambos al recibir ella mi dinero.
Nunca pude entablar una comunicación, no obstante accedió a mi propuesta de llevarla hasta el pueblo, ya no podía dejarla allí sola tal y como si yo no hubiera nunca pasado, y afortunadamente entendió que no esperaba prestación alguna a cambio del dinero entregado.
Durante las dos horas que nos demandó llegar a destino, creo haber comprendido que su nombre era algo parecido a Tilma, que allí, donde la hubiera recogido, era su “parada”. Al parecer ahí mismo hacia contacto, y en caso que debiera “trabajar” dentro de algún vehículo en marcha, algo que la alejaría de su lugar, siempre habría un ocasional cliente que transitara en sentido inverso devolviéndola a su sitio. Debo confesar que gran parte de lo recién expuesto pudiera, dadas las circunstancias, ser meramente producto de mi interpretación.
Ante mi ignorancia y su silencio, comencé a planificar mi próximo paso. No me parecía correcto abandonarla en una población lejana a su “parada”, mismo sitio del cual yo la hubiera sacado, para desprenderme de ella en un lugar que quizá le resultara hostil o desconocido, finalmente decidí buscar apoyo en mi gran amigo, compañero de estudios, que era poseedor de un campo cercano y un comercio en la calle principal del poblado, tipo franco y honrado y a quién siempre visitaba en cada ocasión que por allí pasaba, pero eso sería mañana, hoy debía arreglármelas solo.
Sin permitirme dudarlo entramos los dos al hotel, cada cual con sus correspondientes temores, y manteniendo prudentemente a mi acompañante a cierta distancia, pues su aspecto era, como poco, inexplicable. La mirada de la joven detrás del mostrador de recepción, no auguraba nada bueno, pero, siendo uno un humano del común, guarda cierto conocimiento sobre la conducta de sus semejantes; exprofeso había estacionado la chata, último modelo, justo en la puerta del establecimiento y, quién diría, eso me ayudó en el primer contacto con la recepcionista.
Tras un intento de cómplice acercamiento, le endilgué un escueto “después te explico”,  en tanto le solicitaba dos habitaciones separadas y con baño privado. La empleada no podía sacar la vista de la “anómala” figura que le seguía con la vista baja camino a los cuartos.
No bien ingresada a la habitación, con voz autoritaria le dije, en realidad le ordené, que se sentara en la infaltable silla allí ubicada, advirtiéndole que no tocara nada y que volvería en unos minutos.
En un muy alterado uso de todo mi ingenio, y acodado sobre el mostrador de recepción realicé una alocución lo más parecida a un relato algo, solo algo, verosímil con destino a nuestra anfitriona. Esto, junto a algunos billetes, nos permitió la permanencia en el establecimiento, pero solo por dos noches. Sorteado el primer obstáculo, ahora seguía el más complicado trámite del día, alguien quién me proveyera de ropa, artículos de tocador, y demás elementos necesarios para realizar un pase mágico, haciendo que Tilma se pareciera un poco, solo lo suficiente, a nosotros, quiénes podríamos transitar por la calle sin provocar la curiosidad de nadie.
Ya la palabra en mi boca estaba por solicitar a la recepcionista la indispensable ayuda para proveernos de estos elementos, cuando caí en cuenta que antes de vestirla debería ella pasar por un minucioso proceso de higiene. Se me ocurrió que quizá no sabría cómo manejar una ducha, qué hacer con el champú, darle buen uso a las toallas y, bueno todo aquello que por mi sola cuenta imaginaba necesario. Totalmente desconcertado, ahora sí, le presenté a la muchacha ya extrañada por mi silencio, este cúmulo de situaciones imposibles de vaticinar con antelación.
¡Cómo hubiera necesitado a Gerardo, mi buen amigo, al que, con suerte, vería recién en el día de mañana!
Lejos de amedrentarse, la joven, tal vez pensando en la abundante retribución a la que me vería obligado, me presentó un plan para aventar todos estos imponderables ante los que me encontraba.
Ella le pediría a la mucama del hotel, quién como enfermera de medio turno el hospital regional no le hacía asco a nada, que se ocupara del necesario baño, vigilando el correcto aseo de su encomendada, y ella misma, ya pronta para abandonar su diaria labor, se ofreció a reservar en la tienda del pueblo, y a mi nombre, la vestimenta adecuada según su mejor criterio.
Más tarde, terminados ya los preparativos en marras, salimos a comer algo sencillo en el más absoluto silencio, luego y resoplando, finalmente entré en mi cuarto, me duché, y quedé a disposición de los disparatados sueños quienes me persiguieron durante toda la noche.
Me levanté de madrugada, y sin desayunar siquiera me apersoné en el comercio de Gerardo. Sabiendo de antemano que mi amigo pasaba por allí todas las mañanas. Tres horas más tarde, tuve la dicha de verlo, luego de unirnos en un cálido abrazo, le adelanté que estaba en una seria contingencia que debía compartir con él y pedirle su apoyo.
En tanto yo, convertido en emocional narrador de cafetería, exponía la situación, el alegre rostro de Gerardo adquirió un rictus de duda y lejanía que me dejó algo extrañado. Por mi lado, pretendí no haber notado nada, aunque quizá no deseaba saberlo, y esperé ansioso lo que me habría de plantear como consejo, opinión o, al menos algún paliativo al problema en que había metido.
Gerardo, quién parecía saber algo que no deseaba decir, esa misma tarde montó en su vehículo a Tilma y, tal me lo dijera, se la llevó a su chacra con la pretensión de ofrecerle un trabajo en la casona. Seguramente la señora que allí trabajaba, nativa de un villorrio no muy lejano, sabría cómo comunicarse con ella.
Enormemente agradecido, abracé a mi amigo y, pese a que se acercaba el atardecer partí profundamente aliviado hacia mi próximo destino.
La creciente distancia que con cada kilómetro me iba alejando del lugar donde fuera esta extraña aventura, no podía apartar sus capítulos de mí mente. Ni en esos momentos ni más tarde cuando, ya en mi hogar, se sumó la duda sobre el resultado de ellos.
Desde ese momento se presentó el ansia, la necesidad de conocer cómo se desarrollaron los acontecimientos luego de mi partida.
No sin algo de vergüenza por haber cargado sobre sus espaldas el producto de mis actos, finalmente le envié un correo (postal, claro) a Gerardo comentando sobre algunos hechos en las vidas de amigos en común, sobre los temas de su explotación, y hasta sobre el clima reinante, y así, como si nada la cosa, llegué suavemente al punto que me interesara realmente: Tilma.
Jamás en las vidas he de olvidar la respuesta de Gerardo.
El obligado envío de saludos, buenos deseos para mí y la familia y luego un: “Querido amigo el precio de la lana este año…Sobre Tilma, que no es ese su auténtico nombre, debo informante que a los dos días de ese momento en que la llevara al campo decidió partir en la noche, sin aviso previo, y en el más absoluto silencio.
A ver viejo, siempre fuiste el tipo que aplica su personal ecuación, primer factor: la emoción, luego, la emoción, finalmente suma el razonamiento inteligente, y el resultado es muy bueno, pero durante el tiempo en el que se desarrolla el cálculo estás parado sobre un solo pie.
Nadie tiene el derecho, aún con las más excelsas intenciones, a modificar la vida de ningún semejante. Solo el interesado puede, y debe, hacerlo, tomando toda la ayuda posible, eso es cierto, pero solo la ayuda que le indique su exclusivo criterio, y no un cierto forcejeo en la línea de su comportamiento.
Sobre esto debo agregar que en el lugar que me describieras estaba “tu Tilma”, estacionada en el sitio de costumbre, luciendo su harapiento vestido de novia en la banquina del camino, cuando por allí pasé hace ya unos quince días, momento en el qué debí salir a la ruta en busca de las vacunas para el ganado, medicamentos que se habían retrasado en su llegada al pueblo.
Lo lamento viejo, la realidad te ha sacado el crédito que conllevaba esa supuesta buena acción de tu parte, pero seguramente también te ha aportado una nueva experiencia, y en busca de ellas andamos por la vida.

Esperando tu pronta visita, saluda con todo afecto, tu amigo Gerardo.

                                                                  Filemón Solo