Cuentos de Filemón Solo

viernes, 20 de abril de 2012

EL VIAJE


   Los kilómetros pasan malamente representados por esos feos mojones grises plantados a la vera del camino. El conductor, fumando distraídamente, degusta aún la belleza que le entregara su transito por el paraje de Sierra de La Ventana. Se siente cómodo y casi relajado, no obstante algo incierto le incomoda, la agudeza de un presentimiento que hiere tenuemente esa sensación de libertad que siempre se ubica a su lado no bien abandonada la ciudad. La cálida presencia del sol  acompaña el viaje de trabajo mientras se lanza vivificante sobre el verde paisaje pampeano. El cambiante espectáculo se sucede coherentemente, evidenciando las disímiles labores del hombre sobre los campos. Cultivos de temporada, praderas para engorde, algunos potreros abandonados a su suerte y las siempre lejanas viviendas rurales, formando parte de la tela cuyos colores atravesaban los cristales del moderno automóvil.

El camino hace propicio el descanso de la mente; la atención que este requiere aventa las constantes digresiones de aquella. Pero, al ir transformándose las horas en recorrido, cierta automaticidad producto del ejercicio se hace eficazmente cargo de la conducción de la maquina, permitiendo así que el habito de una casi constante actividad mental reconquiste su ámbito.

Formado un pensamiento cualquiera, será este seguramente el responsable de provocar alguna fortuita asociación con la cual hilvanar la cuenta de otro pensamiento, en interminable sucesión de imágenes y recuerdos. De tal forma un tenue borrador que comienza sin pretensiones, se va afinando haciéndose temáticamente más puntual y preciso. El viajero cae en remembranzas que, a su vez, resucitan a las emociones que las acompañaran en origen. Su sentir va alternando según lo hace su paisaje interno. Ha comenzado otro viaje.

Sin que medie de su parte intención alguna, acuden recuerdos de la infancia sobre los cuales, cosa por demás extraña, le es dado el ser a la vez intérprete y observador de sus antiguas vivencias.

Se lo puede ver sonreír ante alguna rara visión simpática que vuelve desde aquella lejana época. Pero, a poco va mudando su semblante producto del vano esfuerzo puesto en alejar las emociones firmemente adheridas a cada cuadro de la galería del pasado que su recuerdo le presenta, pintados todos ellos en tristes colores y por manos ajenas. -La niñez- piensa -nos tiene como interpretes de una  improvisación que otros van dirigiendo desde la vereda del teatro-.

Un término se impone calificando ese temprano periodo de su vida: desamparo.

La cercanía de ciudad de Santa Rosa le obliga a frenar la dirección de sus recuerdos. Debe reconocer las señales que lo guiarán hacia el lugar de su temporario alojamiento.

El portafolio, la maleta, el saludo al encargado del hotel, la habitación de costumbre y, finalmente, la angustia recientemente adquirida que ocupa el mismo cuarto.

El nuevo día lo encuentra a ella abrazado y, visto que el abrigo maternal del lecho alquilado ya no cumple con su promesa de olvido, que en la noche propusiera, lo abandona resignado exhalando un suspiro de desaliento. Tampoco la ducha caliente logra hacer mella sobre la dura capa de tristeza que cubre su ánimo. Ha comprobado, ¡a estas alturas!, que su niñez hubo sido, sino desgraciada, por lo menos opaca y gris; con solo algunos escasos destellos de esa luz de esperanzada e inocente ilusión propia de los niños, quienes presumen, carentes de recaudos y previsiones, un mañana que será, seguramente, venturoso.

Se prepara responsablemente para las entrevistas planeadas para la jornada, mientras descubre que la mera responsabilidad es solo un sustituto formal de la eficacia que acompaña al deseo, al entusiasmo de realizar las cosas mejor que lo bueno.

Apoyado en su experiencia y el ejercicio intuitivo de cierto histrionismo, consolida aceptablemente las presunciones de producción previstas para este objetivo comercial. -Bueno –piensa, - pese a esta apatía que me acompaña no he fallado; la comunicación de esta tarde llevará a la compañía noticias alentadoras, mañana, bueno, mañana veremos que sucede-.

El pequeño triunfo sobre sus presentes limitaciones, le ayuda a encontrar el necesario aliento para ingresar al sueño de esa noche con cierto optimismo.

La ruta 152 se brinda desolada y precisa; el automóvil debe adaptar su velocidad al maltrecho estado del pavimento, compartiendo su angostura con los camiones, eternos monstruos migrantes de la carretera pampeana. El entorno ha ido variando su fisonomía desde mucho antes de la escala en la ciudad. Ya no hay belleza en él, sino patética vegetación achaparrada calcinada por el sol del estío y castigada por los fríos y secos inviernos.

En consonancia con el sentir del conductor, el exterior presenta un clima destemplado y ventoso. El confortable habitáculo, tal un fabuloso transporte “crononáutico”, pareciera llevar a su ocupante nuevamente hacia el pasado, recalando en el exacto punto en que este suspendiera sus recuerdos el día anterior, en videncia de una perfecta coherencia en la sucesión temporal de esta aventura subconsciente.                                                       

Su adolescencia y juventud son ahora el material de revisión que la mente le brinda. El director, allí donde quiera que esté, a madurado la presentación. Es esta una realización formal, prolijamente puesta en escena, y con una adaptación perfecta a la actual edad del público de hoy; quien fuera el protagonista de ayer. Por tanto, este obtiene una pormenorizada recepción de lo expuesto, con evidente mengua emotiva y creciente capacidad analítica. El resultado es que se va ampliando paulatinamente el potencial de análisis intelectual, según los hechos se presentan para su estudio. Destacándose una indudable sugerencia de conclusión, de moraleja a extraer de lo vivido.

El viajero siente que está adquiriendo una gran destreza en el manejo de la información, habilidad de la cual no gozara hasta el presente, junto con la sospecha de que este “don” no le es propio sino que le ha sido dado en préstamo como herramienta indispensable para el desbroce de la actual situación. Se maravilla al sentir en sí mismo la realización de un antiguo cuestionamiento: Si por alguna causa uno cae en circunstancias que lo afectan y, tal y como habitualmente sucede, es parte y posee el mismo nivel que estas materias, mal podrá analizarlas eficazmente en busca de soluciones y enseñanzas. Sería menester el tener acceso, aunque más no fuera temporalmente, a un nivel superior de razonamiento y objetividad; desde allí, alejado de temores y emociones, proceder a la desapasionada observación. Esto, si bien no haría al arreglo de la cosa del pasado en asuntos, inauguraría un exacto archivo de soluciones aportadas por esas experiencias vividas, siendo un invalorable material de consulta sobre la topografía del terreno en transito. Pero, y sobre todo, erradicaría la duda que acompaña a toda decisión de campo tomada dentro mismo del conflicto que la hace necesaria. Finalmente, se sigue, que otorgaría seguridad sobre cada paso dado y, consecuentemente, sobre el venidero, avanzando en una vida donde se ha transpuesto lo experimental del intento, para concretar la precisión en el actuar con la firme base de la certidumbre.

El éxtasis provocado por este estado de conciencia expandida se ve interrumpido ante el inminente cruce por la ciudad de Villa Regina, donde es necesaria la desconexión del “piloto automático” debido al intenso transito local que la ruta 22 carga durante todo su trayecto por el valle.

El desalentador aspecto del desierto ha dado paso al desborde lujurioso y pleno de colorido de los manzanos pletóricos de frutos. Los árboles presentan un aspecto de exagerada abundancia. Apuntaladas sus ramas con estacas de madera, debido a la excesiva carga que deben soportar, sugieren cierto abuso en la alteración de su natural capacidad productiva.

Los grandes álamos, instrumentos que la brisa sopla, murmuran su monocorde emisión, y el conductor siente la añoranza de esa sensación de conocido placer que este trayecto siempre le brindara. Quizá mañana vuelva a gozar con él, hoy el sabor se ha perdido.

El próximo descanso es en la ciudad de Cipolletti, en el hotel del mismo nombre. Allí mismo se realizará la cena concertada previamente con los dos más importantes clientes de la zona. Ceremonia esta, que ya instituida muchos años antes por su predecesor, hubo brindado desde sus comienzos un excelente resultado práctico, asegurando el mejor efecto para la visita del día venidero.

Los invitados, antiguos habitantes de un pueblo devenido largamente en ciudad, no abandonan ciertas típicas costumbres propias de esos lugares. Así adornan sus comentarios con anécdotas y simpáticas picardías, en las cuales aparecen una y otra vez imprudentes personajes locales del todo desconocidos para el anfitrión. Este, si bien actúa correctamente su papel en esta pequeña obra, donde cada cual conoce bien su lugar sobre el tablado, se siente tristemente lejano, ajeno a la trama y reparto de la amena charla en desarrollo sobre su mesa de hotel.

Algo más tarde cuando la reunión hubo finalizado, ya solo en su cuarto, le toma largo rato identificar el sentimiento que motiva esa inexplicable angustia. Se trata de algo similar a la nostalgia, una ridícula nostalgia de algo ausente. De no haber hallado sitio en común durante la conversación transcurrida esa noche, de encontrarse excluido de esas pequeñas historias lugareñas narradas por sus clientes. Se dice, cuerdamente, que este es un sentir absolutamente irrazonable, que no contiene lógica alguna, ya que nadie se encuentra presente allí donde nunca estuvo. Concluyendo que el desear un papel en una obra ajena, le condenaría a bajar de cartel el propio protagonismo de su vida.

Poco a poco surge el temor motivado por su real ubicación dentro del pasado, y la causa de esa revisión de los hechos que lo hubieron construido; todo motivado por en esa loca “retrospectiva” que ejercita en cada etapa de su actual viaje.

Nuevos sueños perturbadores le molestan en su descanso de esa noche, y amanece con esa extraña sensación de ausencia de sí mismo que ya se está haciendo costumbre.

Es aterrador el solo pensar en un futuro sin el basamento de ese pasado que está dejando en la ruta. No obstante la única alegría que reconoce está relacionada precisamente con ese viaje hacia el sur. La interpretación se presenta sencilla: desea alejarse. Cierto, alejarse, ¿pero de qué?

A pocos kilómetros, la recepción en General Roca y en Neuquen tiene las alternativas previstas, terminando su trabajo en el valle dentro de los tiempos y parámetros habituales. Nada distinto, todo de acuerdo a lo esperado.

La notoria diferencia la constituye él mismo. Descubriéndose en actitudes que antes expresamente evitara, prolonga conversaciones circunstanciales, demorando los cierres de ventas más halla de lo que su misma regla impone. Curioso, muy curioso, algo está trabajando en su interior modificando sus actitudes habituales, saltando por encima de sus normas y costumbres.

Desde la partida de Buenos Aires no ha tenido contacto telefónico con su esposa y, he ahí otra cosa extraña, tampoco desea hacerlo. Se molesta ante el simple recuerdo del sencillo libreto, por ambos creado, y repetido hasta el hartazgo durante sus ausencias. De cualquier manera debe informarle que todo está bien. Para salir de compromisos, idea una pequeña artimaña, pide a la comprensiva secretaria de producción de la compañía, que contacte a su mujer en su nombre, excusándolo con las presentes dificultades para comunicarse.

Bueno, ya estaba. Había mentido cobardemente, pero no podía hacer otra cosa.  Silvia, su esposa, hubiera detectado al momento que algo le ocurría, y era totalmente imposible explicarle que ella se estaba comunicando con un ser alternativo del que había despedido hacía tan solo unos días, de su hogar en la ciudad.

La ruta “6” lo espera y él lo sabe. Ahora lo sabe, se ha generado una misteriosa relación entre los kilómetros de suelo recorrido y los tiempos de su vida. Una inversa relación que enuncia que “a mayor lejanía del punto de partida, menor distancia lo separaba de su presente”.

-En algún punto esto debe terminar, donde eso ocurra, me encontraré en la playa de desembarco. En ese tiempo y lugar habrá algo que me explique lo ocurrido- se dice, en tanto maniobra para ingresar al pedregoso camino que habría de ponerlo en la ciudad de Ingeniero Jacobacci.

Mientras reniega con las irregularidades de la ruta, rogando por “una buena carretera asfaltada”, su mente le proporciona la visión que invoca. Imagina con todo detalle la construcción del pavimento, los puentes, alcantarillas, y las máquinas viales haciendo su trabajo. Percibe la angustia de la naturaleza al ser sepultada viva por material inerte. Puede ver las consecuencias de esa ancha franja negra arrogando a la atmósfera su pestilente aliento de calor y contaminación. No le alcanza el coraje para más, pues siente que puede, al solo ejercicio de su voluntad, observar igualmente el comportamiento de todos y cada uno de los trayectos pavimentados que gozosamente hubiera transitado en su deambular por el país.

Es el temor ante la revelación quien le obliga a descender precipitadamente de la dramática visión. Jadeante y sudoroso, detiene el vehículo y abandonándolo se sienta sobre una gran piedra en la banquina del camino. Observa la circundante vegetación, achaparrada, pobre, casi monocromática, compuesta solo por patéticos reemplazantes de los muy antiguos bosques nativos que poblaran las ahora desérticas ondulaciones, y se pierde largamente en ese ensueño.

Solo por el reloj de pulso pudo medir el tiempo en que había permanecido alejado de su habitual estado de conciencia. El estridente paso de una camioneta destartalada le saca del ensimismamiento en que permaneciera durante más de una hora. Absolutamente sereno, y asombrado por estarlo, se va adaptando a la nueva visión del mismo entorno: una extraña dimanación parte desde los perfiles de casi todo cuerpo que observara, difundiéndose en el paisaje con rumbo hacía otra escala, más allá aún de su acrecentada capacidad de percepción. Él sabía que existía ese algo donde la vida se unía con sus partes, sí, ahora lo sabía, aunque no pudiera precisar sitio ni descripción; maravillado se deja llevar por lo que ocurre.

Una figura de mujer se presenta sin permiso. Una y más familiares siluetas en claro simbolismo de su búsqueda de lo femenino. De la contraparte que creyó necesitar para armar el esquema de vida condicionado previamente en su deslizarse, sin cuestionamientos, por un sistema meramente cultural. Todas sus relaciones pasaron a dejarle saludos, para luego desaparecer en una bruma insípida. Cierto es que no todos los contactos con el otro sexo hubieron sido exclusivamente circunstanciales, algunos de ellos le aportaron su cálida y reconfortante energía, pero solo por un tiempo. –El error, pensó, -consiste en tratar de prolongar esta situación, llevándola hasta una aventurada promesa que involucra a un futuro del que todo se desconoce-. -¡Bien¡- se dijo, -¡Ahí se encuentra el meollo del problema! ¿Cómo es posible que mientras aceptamos indubitablemente lo imprevisto del porvenir, nos lancemos a él con la carga de un arriesgado juramento? Peor aún, los incontables riesgos existentes deben multiplicarse por las dos unidades que conforman la pareja, ya que los eventuales cambios, sentimentales o de comportamiento, a ambos caben.

Si no fuera por la evidente falta de mérito del guión, podría sentirse satisfecho ante esta posibilidad de detener la acción para concluir sobre cada acto en programa. ¡Otra vez sucedía!, estaba logrando extraer las experiencias, ahora contenidas en hechos más recientes, sin el dolor de estrujarse el alma en el intento. –Bueno- decidió, -de ahora en más esto sí que ha de abonar lo que venga en suerte-. Pero aún no había concluido el menú del día, como no lo hiciera tampoco la pedregosa ruta con la que sus recuerdos se relacionaban.

El sobrevuelo de su matrimonio no fue cosa tan sencilla, allí debió poner parte de lo suyo para no caer en las trincheras del sentimiento. Ora amor, ora incomprensión, surcos que él mismo construyera en cada oportunidad en que trabajó sobre ese suelo.

Quizá un desvergonzado adulterio, o algo tan trágico como la locura, cualquier cosa que justificara una salida a la común mediocridad. Pero no, solo la patología más extendida y vulgar, un diagnóstico de bolsillo. Es extraño, pero solo por donde el amor salió se cuela el hastío.

En verdad caben muchas excusas con las cuales circunvalar la cuestión, pero eso no cambiaría el resultado, y este es tiempo de encuentros con la mejor verdad posible de obtener. Tampoco en esto el éxito se había presentado sonriendo a su vida.



Al entrar en la población el flamante automóvil, salido a las calles en ese año de 1970, es objeto de puntual admiración. Aún cubierto de polvo, se hace evidente entre los vehículos locales. Su conductor, ajeno a estas miradas, se apea frente al hotel, solicita un cuarto, y rápidamente se ubica en él, deseoso de analizar en soledad los sucesos de ese día.

Aunque todo lo que viene ocurriéndole en nada tiene que ver con su voluntad, reconoce que alguna ignota causa lo está generando. Se sorprende enunciando espontáneamente la frase “nada sucede porque sí”, de pronto creía en su veracidad, de igual manera que en otras muchas cuestiones cuya existencia jamás se hubiera antes planteado. Analizando cada cosa en particular, así como la moraleja del conjunto, concluye que: si bien es incapaz de encontrar la explicación que satisfaga a su razón, esta situación le acomoda según su sentir actual, y que ya no podría tolerar las cosas tal y como hasta allí habían sido. Cuando una puerta se abre, aunque su dinámica solo corresponda a una simple corriente de aire, este impulso debió ser generado por algo, y para algo. Él pudo atisbar por la rendija y ya no volvería atrás.

En la conserjería del hotel le espera un mensaje de su empresa, en el se le informa que su único cliente en el área se encuentra de vacaciones y que no regresará hasta la próxima semana. Se acompaña la recomendación de aguardar a su vuelta para cumplir con el plan de visitas programado. Hasta hace poco tiempo atrás esto le hubiera caído muy mal, serían siete días de retraso para volver a su hogar, no obstante ahora gusta verse como el ganador de ese espacio intermedio con gastos pagos. Esto en un lugar donde a nadie conoce, y nada tiene para hacer sino pensar y tratar de reconocer el nuevo terreno por el que su conciencia transita. Pocos son los afortunados que cuentan con la oportunidad de un profundo cambio en el sentido de sus vidas; más un apéndice de tiempo solo para dedicarse a elaborarlo.



El final del camino se encuentra exactamente allí donde se satisface el deseo de andar.

Rumbo a Laguna Rosario, luego de pasar por el pintoresco pueblo de Trevelin, una pequeña finca ostenta un letrero en lengua mapuche que, para un viajero en particular, significó eso: “Af repü” (el fin del camino), aunque los caminos del alma jamás tengan un final y el viaje siempre continúe.

                                  

                                                   Filemón Solo  



 









                                                                

miércoles, 18 de abril de 2012

EL LIBRO


 Harto ya de oscuras cavilaciones se acercó a la ventana, y desde ella observó la tarde tormentosa y gris. Allí, la distancia, ahora enturbiada por la llovizna, sin horizontes, sin limites y extendiéndose hacia la nada. La tierra ya no aceptaba más, diluyéndose saturada en un liquido sucio y amarronado. Oscuros charcos, se multiplicaban ocupando toda cavidad del suelo. Pensó en su alma.


Los llamados de salutación, en este, su día de cumpleaños habían rastrillado ese angosto manto infértil con el que esforzadamente hubiera cubierto un pasado que no debía exponerse a la luz del sol.

La total falta de alegrías conduce a un territorio vacío, insulso, lugar insostenible que irremediablemente se hunde en la asfixiante ciénaga de la angustia. Oprimido el pecho por el peor de los dolores, ese que no tiene aparente razón ni origen, se dirigió hacia el escritorio, abrió el último cajón del mueble y aferró el arma. Los ojos, fijos sobre la frialdad del metal, se humedecieron en un instante de compasión hacia sí mismo.

Al empuñar la vieja pistola, algo cayó al suelo arrastrado por el cañón. Él, que siempre había sido muy ordenado y hacia años ya que resolviera dejar de lado toda prisa, levantó el pequeño libro para volverlo a su sitio. Con absoluto desinterés posó la mirada sobre la primera pagina que la casualidad le presentara. La apatía, el fastidio, de ese momento próximo al final, le impedían concentrarse en su contenido; no obstante cierta interna obstinación le instaba a persistir en el intento. Suspiró resignado, lentamente le fue entregando cierta atención, y en la medida que lo hacia su pálido rostro se iba encendiendo, sus músculos, relajados por el desgano, se tornaban rígidos, su pulso se aceleraba. -¡Esto es absolutamente fantástico e increíble!-, afirmó, sobresaltándose ante el sonido de su propia voz. La sorpresa le hizo levantarse bruscamente arrojando hacia atrás el sillón rodante que fue a dar contra una estantería cercana, pero ya no escuchaba los ruidos producidos por la caída de adornos y souvenir.

En un cuerpo paralizado, la mente, analítica y deductiva, comenzó a buscar por propia cuenta la explicación plausible. Aquella que encajara dentro de los cánones de su concepto de la lógica, en tanto revisaba viejos archivos en un intento de hacer descender al débil plano de lo razonable aquello, que por fuerza se le escapara. El hombre, intentando recomponerse ante el impacto de la fuerte impresión, se dirige vacilante hacia la ventana. La lluvia continúa con su monótona cadencia en una interminable reiteración de sí misma.

Bueno, realmente nada había cambiado, la indiferencia del exterior le prestó cierta tranquilidad. Observó con mayor cuidado el cuadro: los árboles, dóciles, doblaban sus ramas ante el peso extra del agua que los empapaba desde hacia varios días, la tierra fértil abandonaba el lugar corriendo por pequeños canales en busca de sitios más bajos. -Todo tiende a descender-, se dijo.

Algo más sereno, resolvió verificar la teoría recién elaborada, misma que le enunciara que en momentos extremos, la percepción pierde su rumbo de coherencia aportando imágenes irreales; esto como consecuencia de una acción tan atípica para la razón como la que estuvo a punto de realizar. ¡Sí!, ahora hasta creía recordar el haber leído algo sobre el tema. Claro que no era otra cosa que esa asombrosa particularidad humana, la que siempre trata de justificar aquello que a la mente excede; reiterando, una y otra vez, el necio intento de hacer descender lo incomprensible hasta el nivel de sus magros medios.

Haciendo sonar nerviosamente los dedos, el individuo no se decide a compulsar la certeza de esa, su conjetura de auxilio.

¡Miedo!. ¿Tenia miedo? ¡Ridículo! Permaneció impávido ante la perspectiva de la muerte por mano propia, y ahora le temía a un librito de origen desconocido. Ridículo, o no, debía medirse con él. Ya consciente de lo irremediable, sin más se lanzó a la prueba.

¡NO!, esto no podía estar ocurriendo. ¡El contenido aludía directamente a su persona! Y, por si cupiera alguna duda, lo hacia claramente con su nombre. Quedó estupefacto. Peor aún, “esa cosa” le hablaba directamente a su conciencia, saltando por sobre una voluntad que pudiera intervenir censurando lo que se le transmitía. En un natural y desesperado intento de callar esa voz serena e imperativa, cerró bruscamente el volumen. La prueba resultó del todo inútil, su mente continuaba asimilando perfectamente un envío que no consistía en meras palabras, sino en algo así como una partitura de profunda vibración emocional que, siéndole familiar, le golpeara en algún ignoto pero sensible lugar de su ser. Le invadió el pánico. El corazón perdió todo ritmo y el aire se hizo demasiado denso para sus pulmones.

Desesperado, logró cubrirse con indumentaria que le protegiera de la lluvia, y salió tambaleante de la casa. El vecino más próximo se encontraba -si es qué se encontraba- a dos kilómetros de distancia y no se sentía capaz de conducir. No llegaría hasta allí con vida. He ahí otra rareza, ¡ahora le importaba la vida! Sonrió con amargura, estaba perdiendo la razón.

No, en forma alguna podría presentarse en una casa extraña, ante gentes con las que solo mantuviera un trato formal, y contarles un dislate de tal magnitud.

Recordó en un segundo el esfuerzo que los vecinos habían realizado por conocerle mejor. Las excusas presentadas en respuesta a sus amables invitaciones, los rodeos al volver del pueblo conduciendo la camioneta para no pasar frente a la finca. ¿Porqué debían saber sobre sus movimientos? Los imaginaba cuchichiando acerca de la causa que hubiera llevado a un hombre a vivir solo en un paraje tan alejado. Se había propuesto no permitir invasiones a su privacidad, y estaba conforme de haberlo conseguido.

Bueno, ahora sabía que sí estaba solo. Pero él eligió estarlo, y por lo tanto se preparó para cualquier eventualidad. Consideró la posibilidad de accidentarse, de enfermarse, y hasta el riesgo de un incendio en la cabaña, y para todo tomó sus recaudos. Pero esto no, ¡la locura nunca integró su nómina de riesgos! Hombre precavido, sí, precavido pero demente. Como decir a alguien que imprevistamente se encontró siendo el protagonista de una obra de la que no tenía conocimiento. Un texto que le transmitía cosas, aún estando cerrado. No, eso era algo que no podía hacer, ni con los vecinos, ni con ninguna otra persona.

Caminó lentamente arrastrando con esfuerzo los pies, las salpicaduras de lodo manchando sus pantalones. A poco, ya agotado, se sentó sobre una gran piedra y más tarde sobre un tronco de árbol caído. Las voces del libro lo perseguían, lo acosaban. Rendido, respiro profundo, tomó fuerzas y volvió vencido a la casa.

    Ingresó por la puerta trasera;  deseaba  postergar  lo  más  posible  el  inevitable encuentro.

-¡Pobre tipo!- se dijo en voz muy alta, -deja el mundo, harto ya de sus locuras, buscando libertad y lo han de volver a él, ahora enajenado y rumbo al encierro de alguna “casa de salud”-.

De pronto algo resurgió. Aquel viejo hábito de lucha, que estuviera descansando en algún compartimiento de su memoria, comenzó a instarle a dar pelea. No, no se rendiría tan fácilmente. Siempre se consideró un gladiador en el coliseo de la vida. Aún ahora, retirado y algo mas viejo presentaría batalla, y lo haría a su tiempo y en las mejores condiciones posibles. Miró por la ventana, ya anochecía, mañana sería el combate. No obstante se acercó al escritorio para observar al enemigo, siempre es prudente conocer lo más posible del contrincante antes de la disputa.

 La sola visualización del objeto, de ese enigma, le produjo mareos. En medio del vértigo creyó perder el sentido y, aunque solo por unos instantes, le pareció ser presa de una fuerza superior que le inducía a acercarse más y más; en tanto luchaba denodadamente por alejarse poniendo en ello el resto de energías que aún le mantenían en pie. Finalmente, sin saber bien porque medios, logró salirse de ese cuarto y retornar a su conciencia. Se sentó y permaneció largo rato en procura de recuperar el manejo de sus propios pensamientos.  

Totalmente exhausto se dirigió a la cama. Mañana, bueno, mañana decidiría en función de las circunstancias, pero seguramente estaría mejor preparado para lo que viniera; sí, hasta era posible que ese mañana nunca llegara.

Pero el mañana llegó. De una u otra forma, nos halle vivos o muertos, siempre lo hace, y las cosas pendientes, que pacientemente aguardan al pie de la cama, nos recuerdan con su presencia que cada día es la consecuencia de los anteriores.

Algo embotado, se despertó más tarde que de costumbre. No obstante notó de inmediato un cambio en su sentir. Ya no estaba ofuscado, no había temor ni angustia en su ánimo. Recordó confusamente extraños sueños en los cuales se sintiera transportado a mundos diferentes, plenos de paz y comprensión de los que no hubiera querido jamás regresar. Lentamente, la conciencia de vigilia fue tomando el mando en tanto le proyectaba los acontecimientos del día anterior, aunque de una forma nueva, diferente. Desde un lugar de emotividad más elevado y prescindiendo de lo racional en su contenido; se le presentaba una imagen carente de aquellos sentimientos negativos que lo llevaran a la desesperación.

Se levantó de la cama sintiéndose distinto. Algo extraño, pero agradable y placentero le estaba sucediendo. Se detuvo en la cocina, un sol radiante se colaba por la ventana y, sentado allí, en la misma silla en que lo hacía todas las mañanas, comenzó a reír, a reírse de sí mismo, pleno de felicidad. Ahora lo comprendía, “eso” que lo había invadido era un sentimiento ya olvidado. Algo relacionado con sus padres, su niñez, sus lejanos hijos, su primera novia, y hasta con los casi desconocidos vecinos.

Corrió desesperadamente entre los muebles de la casa. Debía saber sobre el autor de ese libro, conocer su titulo. Aún durante su apresuramiento tuvo el tiempo suficiente para imaginar que el objeto de su búsqueda, el responsable de su mutación, se hubiera esfumado. Temió que, roto el hechizo a causa de la comprensión, se produjera su desaparición tan misteriosamente como había llegado.

Pronto se desvanecieron sus sospechas al verlo sobre el escritorio tal y como lo hubiera dejado el día anterior. Sin poder reprimir su ansiedad, buscó sobre el lomo del volumen. Perfectamente visible y en letras doradas, aparecía el titulo que rezaba: “Mi Vida”. Seguidamente ¡SU NOMBRE!  Su nombre que ocupaba allí el sitio reservado al autor. Y, sin abrirlo, supo ahora que sus hojas siempre estuvieron...en blanco. Que nunca había leído ni tan solo una letra en ellas y, que aquello que lo hubiera trastornado no fue el texto, sino la voz de su ausencia.



El informe del forense indicaba “Muerte Natural”, e insinuaba la posibilidad de un paro cardíaco.         

El difunto sostenía entre sus manos un librito azul, totalmente manuscrito, en el que narraba un sentido epítome de su vida, precedido por un extenso prólogo conteniendo una serie de notas dirigidas a quienes fueran sus afectos. El tenor de las mismas variaba según su destinatario. Las había de disculpas y arrepentimiento, de perdón otorgado por pasadas acciones, de explicaciones y consejos, pero todas contenían explicitas manifestaciones de amor y cariño.

El cadáver fue encontrado sentado frente a su escritorio, enfundado en un piloto amarillo, y con un arma defectuosa a su derecha. Pero lo más extraño del caso fue, según más tarde se pudo determinar, que la portada del escrito estaba fechada en un día posterior al del fallecimiento de su autor.

                                                                                



                                                                                 Filemón Solo.


lunes, 16 de abril de 2012


 

“Persona con la que se convive maritalmente” (RAE)



    Salió disparado del departamento, pasó por el palier del edificio sin saludar al encargado, y ajeno a las consecuencias de tamaña desatención, se precipitó hacia la calle. Miró a ambos lados, uno por vez, y optando finalmente por la derecha, se dirigió a la plaza del barrio. Lugar este, tan concurrido a esa hora de la siesta como a cualquier otra del día. Jóvenes de poderosas gargantas, desocupados ejerciendo su natural actividad, jubilados, perros y, cosa extraña, muy pocos corredores de la vuelta manzana. Todos ocupando el sitio, y cada cual de lo suyo.

Sentado sobre el césped, luego de resignar el único banco disponible a causa de, digamos, su falta de higiene, se lo podía observar gesticulando en medio de un  murmurado soliloquio. Se hacía muy evidente, para cualquiera que no tuviera limitaciones profesionales sobre el tema, que el individuo se encontraba bajo los efectos de una situación que no lograba controlar.

-¡Pobre tipo!-, se dijo un agitado corredor, observándolo de reojo al pasar raudamente a su lado. Sí, un pobre tipo tan molesto, que en ese momento hubiera, de haberlo podido, desalojado la descuidada placita de la presencia de esas gentes. Gentes que en realidad no la necesitaban. ¡Bien podían estar en sus casas! ¡Allí, muy cómodos y sin molestar a quien deseaba cavilar y no podía hacerlo en la suya! Bueno, también podrían irse a un club o, solo algunos, a un hotel con ambiente climatizado, un buen sauna y...y ya se perdió en estas ilustrativas fantasías. A los pocos minutos la bronca que portaba le hizo retornar rápidamente a su realidad, reasumiendo de inmediato toda la sintomatología del caso.

Luego de una hora de reflexionar, cambiar de sitio, y distraerse esporádicamente con las actuaciones de los circunstanciales copartícipes del lugar, decidió buscar consejo y recurrir a algún semejante capaz de ayudarlo en este difícil momento. Imaginó estar dialogando con cuanta persona conocida podría prestarle su atención un domingo por la tarde. Cierto que la nómina no era muy extensa, pero en ella se destacaba por probado mérito civil su buen amigo Eusebio.

Eusebio sería, a no dudarlo, el consultante ideal ante su presente dilema pues se encontraba felizmente casado desde hacia veinticinco años, más o menos. ¡Sí!, sin dudas él tendría en su poder la fórmula que había estado tratando de componer desde sus propios quince años del mismo estado. Más o menos.



Otro sorbo de café y un cigarrillo, molesto ya, no lograba encontrar la forma de extraer de su amable contertulio aquello que necesitaba.

-¡Vamos viejo no me hagas repetir la historia!, no logro entenderme con ella, ese es el punto. Es como hablar, ¡qué digo! ¿hablar?, ¡vivir! con una parte de alguien. Solo con un sector de la persona. Hay una cantidad de inquietudes, de dudas y deseos, que no puedo compartir con nadie que no sea mi mujer y, la verdad, es que pareciera que a ella no le interesa nada de todo eso. Cuando lo intento se distrae, me sale con otra cuestión o, lo que es aún peor, solo bosteza y me dice que está cansada. Hoy estaba decidido a que tuviéramos un largo dialogo, ya que así se lo vine anunciando durante toda la semana. Le pedí que pusiera algo de sí misma, como para facilitarme lo que quería decirle, ¿me entiendes?

Quería hablarle de mis proyectos, acerca de lo que observo en la vida, pedirle que leyéramos juntos en las noches dejando de lado tanta televisión, que me acompañara a buscar las respuestas a ciertos cuestionamientos internos que me preocupan. Tenía grandes expectativas sobre el resultado de esta charla. La verdad, me siento muy solo-.

-Me serví un café- continuó -y la llamé para que se sentara a mi lado y nos abocáramos al dialogo que teníamos previsto. Sin ninguna intención de acercarse me miró desde un universo distante, diciéndome mientras se alejaba rumbo a la cocina, que vendría la madre de visita y que debía preparar algo para tomar con el té-

El disertante se detuvo resoplando, dispuesto a continuar no bien lograra la calma indispensable para hacerlo. Estaba visiblemente afectado por la revisión de estos hechos, tembloroso y con el semblante contraído.

Eusebio lo observaba atentamente con cierta sorpresa no exenta de ironía. Le dolía el profundo malestar de su amigo, pero nunca hubiera sospechado que este tuviera esas ideas acerca de lo que significa una relación de pareja. ¡Y que recién ahora, luego de quince años, lo estuviera probando! -Escúchame Ricardo-  dijo, comenzando un intento de aplacarlo, pero no pudo agregar nada más, el aludido se lanzaba nuevamente a la narrativa de sus desventuras.

-Mira, yo sentí que un fuego me quemaba por dentro. Ya no recuerdo porqué medios, pero conseguí contenerme, pero solo lo suficiente como para preguntarle si había olvidado lo de nuestro compromiso. Me miró de una forma que me supo a repugnante indiferencia, y respondió que no quería complicarse el domingo con cosas farragosas. ¿Te das cuenta viejo?, ¡con cosas farragosas!, ¿cómo podría saberlo si yo ni siquiera había ladrado? Cuando me vio desaforado y con la boca llena de argumentos que se pisoteaban por salir a golpearle los oídos, me dijo que ya bastante tenía con “sus” problemas para que yo le complicara más aún la vida con mis locuras. Agregando, el toque final para producir un cataclismo de grado diez en la escala de Ricardo: -Decime, ¿por qué no consultas a un especialista? Un psiquiatra sería lo indicado-. Ahí nomás se dio vuelta y siguió preparando la torta como si nada. Lo máximo que logré fue no matarla, y para eso debí salir corriendo de casa. Si bien ya han pasado varias horas no consigo detener la máquina y serenarme, aunque sea un poco. Eusebio, vos llevas veinticinco años de casado con Amalia, por favor dame tu opinión, ¿acaso pretendo demasiado?-

Desde el otro lado de la mesa la sorpresa lo observaba sobre las lentes de los anteojos.

-Este...bueno Ricardito, me parece que Verónica te ha dado solo aquello que podía- le digo suavemente, como probando el terreno antes de pisar sobre él.

-¿Qué?, no entiendo nada, sé más claro por favor-

-Eso veo, que no entendés nada-, pensó el indicado, pero en lugar de eso le dijo que valorara todo lo vivido juntos, que hiciera ojos ciegos a este desentendimiento, que el mismo no tenía la magnitud que le estaba dando, y demás argumentaciones ya muy impresas pero que venían a cuento.

 Ricardo lo miraba estupefacto ante el evidente giro que su amigo le estaba dando a la conversación. Pero no iba a permitir que le esquivara al asunto, si estaba equivocado le obligaría a decirlo fuerte y claro.

-No viejo, no. Me estás verseando para no comprometerte en una respuesta que pudiera ser delicada. Vamos larga lo que piensas. Date cuenta de que no puedo volver a casa como si tal cosa después de esto. La magnitud del hecho reside en que este marcó un punto de ruptura. Ahora ya perdí las esperanzas que me estuve dibujando durante años. Ahora siento que Verónica es como un fantasma, si le levanto la sábana, debajo no hay nada a que asirse. ¡Es algo vacío!

Eusebio miró por la ventana, pensando porqué tenía que ser él quien le informara a este hombre acerca de las limitaciones que viven dentro de la relación del común de las parejas. Llamó al mozo y le pidió otros dos cortados, luego encarando fijamente a su interlocutor, le dijo: -¿Qué te hace pensar que tu mujer habría de aceptar compartir tus problemas internos?-

-Bueno...- Dijo un Ricardo que no había reparado en eso -¡Porque es mi mujer y debemos compartir todas las cosas!-

-¡No querido!, es tu mujer y no tu contraparte. Veamos si comprendes eso. Ella vive su mundo y vos el tuyo. Solo tienen ciertas cosas en común, pero no “todas las cosas”.

-¿Cómo?, entonces debería yo renunciar a dialogar con ella sobre “esas cosas fundamentales”- Ricardo no preguntaba, se estaba probando una nueva posición que le quedaba algo ajustada.

-¡Pobre tipo!- pensó Eusebio, -la inocencia se le está escapando nuevamente. ¿Porqué el amor nos hará tan ingenuos a los hombres?-.

-Eusebio ¡no me vas a decir que durante todos estos años no tocaron con Amalia ningún tema trascendental! ¡que solo hablan de las cosas del día, de los ausentes, o de los problemas de estreñimiento. ¡No!, ¡eso no lo creo!

-Mirá Ricardito- la voz de Eusebio había adquirido eso tonito suave y contenido con que  se suele tratar de explicar algo a quien no tiene la intención de comprenderlo. –Lo que sucede es que vos estás pretendiendo demasiado de tu mujer- Decime- continuó, -¿le hiciste un test antes de casarte?

-¿Qué? ¡Un test! Ah, me estás cargando. Me ves en este estado de...- Eusebio le interrumpió.

-No, no te estoy cargando, solo quiero dejar en claro que vos te la jugaste. Sí, sí no me mires con esa cara de loco. Vos te la jugaste a que todo saliera como deseabas o, lo que aún es más difícil, a como pensaras quince años después. ¡Ahora quiero escuchar que no es cierto!, que estaba todo hablado, y que esto que te pasa es una sorpresa inesperada.

-Vos sos quien está demente. Yo hice lo que todo el mundo. Me enamoré, me puse de novio y luego me casé.

-¡Ah, hiciste lo que todo el mundo! ¿Y porqué causa supusiste que a vos te iba a ir mejor que al resto?- Eusebio estaba decidido a ablandar la masa con el palo -¡NO! no me lo digas, yo lo haré: Porque tu matrimonio “es algo especial”. ¿Cierto que esa fue tu creencia durante mucho tiempo? ¿No es verdad que estuviste ocupando años en reencontrar “eso tan exclusivo” que se había alejado, pero solo un poco? Lo que te duele, Ricardito, es que estás descubriendo que sos un tipo solo, o solo un tipo. Que para este caso es lo mismo. Y más te vale aceptar que todos somos especiales, y así seguimos en la pareja, pero individualmente-.

Ricardo observaba el abismo de la resignación tratando de no sentir los vértigos que le harían caer. Algo casi orgánico le estaba siendo extraído, y  para esto no hay calmantes.

-¡Bueno hombre, tampoco te arrimes al otro extremo!- Eusebio estaba viendo como se desmoronaba la ilusión de su amigo. Entristecido, recordaba como él mismo había pasado en soledad similar experiencia. Luego de la comprensión era el momento de presentar el caso desde un punto de vista práctico y más digestivo para el pobre muchacho.

-Hay tres clases de tipos- le dijo a un Ricardo pálido y encorvado – El primero es superficial por idiosincrasia, jamás estará en estos predicamentos, dejémoslo. El segundo necesita hacer oír a la persona que ama el sonido que produce la cuerda de su alma ante los distintos pulsos que la vida le va dando. Si lo nota a tiempo, abandonará esa pretensión, advertido de que son muy escasos los afortunados que logran dos cuerpos con un solo corazón. Pero si este no fuera el caso, andará el resto de su tiempo buscando en cada esquina a la mujer que lo complemente. Tarea sumamente difícil y con un final casi cantado.

El tercero, amigo mío, ese ya conoce las humanas limitaciones y no arriesga su futuro en estas lides. No espera nada de nadie, y recibe con admiración cualquier atención que se le brinde. Tampoco lo consideremos ya que no es este nuestro caso-.

Pasaron varios minutos y dos cigarrillos antes de que Ricardo elaborara su concepto.

-El intercambio debe ser solo con la moneda que ella pueda o quiera canjear-.

Eusebio sonreía al decirle –Bien, lo has comprendido-.

-¿Y lo que te sobra Eusebio, que haces con todo eso?-.

-Eusebio cambió de sonrisa, y mientras miraba el anochecer a través de la ventana del bar,  lentamente le susurró a su amigo –Eso, viejo, eso aún no sé dónde ponerlo-.



                                       Filemón Solo