Cuentos de Filemón Solo

miércoles, 18 de abril de 2012

EL LIBRO


 Harto ya de oscuras cavilaciones se acercó a la ventana, y desde ella observó la tarde tormentosa y gris. Allí, la distancia, ahora enturbiada por la llovizna, sin horizontes, sin limites y extendiéndose hacia la nada. La tierra ya no aceptaba más, diluyéndose saturada en un liquido sucio y amarronado. Oscuros charcos, se multiplicaban ocupando toda cavidad del suelo. Pensó en su alma.


Los llamados de salutación, en este, su día de cumpleaños habían rastrillado ese angosto manto infértil con el que esforzadamente hubiera cubierto un pasado que no debía exponerse a la luz del sol.

La total falta de alegrías conduce a un territorio vacío, insulso, lugar insostenible que irremediablemente se hunde en la asfixiante ciénaga de la angustia. Oprimido el pecho por el peor de los dolores, ese que no tiene aparente razón ni origen, se dirigió hacia el escritorio, abrió el último cajón del mueble y aferró el arma. Los ojos, fijos sobre la frialdad del metal, se humedecieron en un instante de compasión hacia sí mismo.

Al empuñar la vieja pistola, algo cayó al suelo arrastrado por el cañón. Él, que siempre había sido muy ordenado y hacia años ya que resolviera dejar de lado toda prisa, levantó el pequeño libro para volverlo a su sitio. Con absoluto desinterés posó la mirada sobre la primera pagina que la casualidad le presentara. La apatía, el fastidio, de ese momento próximo al final, le impedían concentrarse en su contenido; no obstante cierta interna obstinación le instaba a persistir en el intento. Suspiró resignado, lentamente le fue entregando cierta atención, y en la medida que lo hacia su pálido rostro se iba encendiendo, sus músculos, relajados por el desgano, se tornaban rígidos, su pulso se aceleraba. -¡Esto es absolutamente fantástico e increíble!-, afirmó, sobresaltándose ante el sonido de su propia voz. La sorpresa le hizo levantarse bruscamente arrojando hacia atrás el sillón rodante que fue a dar contra una estantería cercana, pero ya no escuchaba los ruidos producidos por la caída de adornos y souvenir.

En un cuerpo paralizado, la mente, analítica y deductiva, comenzó a buscar por propia cuenta la explicación plausible. Aquella que encajara dentro de los cánones de su concepto de la lógica, en tanto revisaba viejos archivos en un intento de hacer descender al débil plano de lo razonable aquello, que por fuerza se le escapara. El hombre, intentando recomponerse ante el impacto de la fuerte impresión, se dirige vacilante hacia la ventana. La lluvia continúa con su monótona cadencia en una interminable reiteración de sí misma.

Bueno, realmente nada había cambiado, la indiferencia del exterior le prestó cierta tranquilidad. Observó con mayor cuidado el cuadro: los árboles, dóciles, doblaban sus ramas ante el peso extra del agua que los empapaba desde hacia varios días, la tierra fértil abandonaba el lugar corriendo por pequeños canales en busca de sitios más bajos. -Todo tiende a descender-, se dijo.

Algo más sereno, resolvió verificar la teoría recién elaborada, misma que le enunciara que en momentos extremos, la percepción pierde su rumbo de coherencia aportando imágenes irreales; esto como consecuencia de una acción tan atípica para la razón como la que estuvo a punto de realizar. ¡Sí!, ahora hasta creía recordar el haber leído algo sobre el tema. Claro que no era otra cosa que esa asombrosa particularidad humana, la que siempre trata de justificar aquello que a la mente excede; reiterando, una y otra vez, el necio intento de hacer descender lo incomprensible hasta el nivel de sus magros medios.

Haciendo sonar nerviosamente los dedos, el individuo no se decide a compulsar la certeza de esa, su conjetura de auxilio.

¡Miedo!. ¿Tenia miedo? ¡Ridículo! Permaneció impávido ante la perspectiva de la muerte por mano propia, y ahora le temía a un librito de origen desconocido. Ridículo, o no, debía medirse con él. Ya consciente de lo irremediable, sin más se lanzó a la prueba.

¡NO!, esto no podía estar ocurriendo. ¡El contenido aludía directamente a su persona! Y, por si cupiera alguna duda, lo hacia claramente con su nombre. Quedó estupefacto. Peor aún, “esa cosa” le hablaba directamente a su conciencia, saltando por sobre una voluntad que pudiera intervenir censurando lo que se le transmitía. En un natural y desesperado intento de callar esa voz serena e imperativa, cerró bruscamente el volumen. La prueba resultó del todo inútil, su mente continuaba asimilando perfectamente un envío que no consistía en meras palabras, sino en algo así como una partitura de profunda vibración emocional que, siéndole familiar, le golpeara en algún ignoto pero sensible lugar de su ser. Le invadió el pánico. El corazón perdió todo ritmo y el aire se hizo demasiado denso para sus pulmones.

Desesperado, logró cubrirse con indumentaria que le protegiera de la lluvia, y salió tambaleante de la casa. El vecino más próximo se encontraba -si es qué se encontraba- a dos kilómetros de distancia y no se sentía capaz de conducir. No llegaría hasta allí con vida. He ahí otra rareza, ¡ahora le importaba la vida! Sonrió con amargura, estaba perdiendo la razón.

No, en forma alguna podría presentarse en una casa extraña, ante gentes con las que solo mantuviera un trato formal, y contarles un dislate de tal magnitud.

Recordó en un segundo el esfuerzo que los vecinos habían realizado por conocerle mejor. Las excusas presentadas en respuesta a sus amables invitaciones, los rodeos al volver del pueblo conduciendo la camioneta para no pasar frente a la finca. ¿Porqué debían saber sobre sus movimientos? Los imaginaba cuchichiando acerca de la causa que hubiera llevado a un hombre a vivir solo en un paraje tan alejado. Se había propuesto no permitir invasiones a su privacidad, y estaba conforme de haberlo conseguido.

Bueno, ahora sabía que sí estaba solo. Pero él eligió estarlo, y por lo tanto se preparó para cualquier eventualidad. Consideró la posibilidad de accidentarse, de enfermarse, y hasta el riesgo de un incendio en la cabaña, y para todo tomó sus recaudos. Pero esto no, ¡la locura nunca integró su nómina de riesgos! Hombre precavido, sí, precavido pero demente. Como decir a alguien que imprevistamente se encontró siendo el protagonista de una obra de la que no tenía conocimiento. Un texto que le transmitía cosas, aún estando cerrado. No, eso era algo que no podía hacer, ni con los vecinos, ni con ninguna otra persona.

Caminó lentamente arrastrando con esfuerzo los pies, las salpicaduras de lodo manchando sus pantalones. A poco, ya agotado, se sentó sobre una gran piedra y más tarde sobre un tronco de árbol caído. Las voces del libro lo perseguían, lo acosaban. Rendido, respiro profundo, tomó fuerzas y volvió vencido a la casa.

    Ingresó por la puerta trasera;  deseaba  postergar  lo  más  posible  el  inevitable encuentro.

-¡Pobre tipo!- se dijo en voz muy alta, -deja el mundo, harto ya de sus locuras, buscando libertad y lo han de volver a él, ahora enajenado y rumbo al encierro de alguna “casa de salud”-.

De pronto algo resurgió. Aquel viejo hábito de lucha, que estuviera descansando en algún compartimiento de su memoria, comenzó a instarle a dar pelea. No, no se rendiría tan fácilmente. Siempre se consideró un gladiador en el coliseo de la vida. Aún ahora, retirado y algo mas viejo presentaría batalla, y lo haría a su tiempo y en las mejores condiciones posibles. Miró por la ventana, ya anochecía, mañana sería el combate. No obstante se acercó al escritorio para observar al enemigo, siempre es prudente conocer lo más posible del contrincante antes de la disputa.

 La sola visualización del objeto, de ese enigma, le produjo mareos. En medio del vértigo creyó perder el sentido y, aunque solo por unos instantes, le pareció ser presa de una fuerza superior que le inducía a acercarse más y más; en tanto luchaba denodadamente por alejarse poniendo en ello el resto de energías que aún le mantenían en pie. Finalmente, sin saber bien porque medios, logró salirse de ese cuarto y retornar a su conciencia. Se sentó y permaneció largo rato en procura de recuperar el manejo de sus propios pensamientos.  

Totalmente exhausto se dirigió a la cama. Mañana, bueno, mañana decidiría en función de las circunstancias, pero seguramente estaría mejor preparado para lo que viniera; sí, hasta era posible que ese mañana nunca llegara.

Pero el mañana llegó. De una u otra forma, nos halle vivos o muertos, siempre lo hace, y las cosas pendientes, que pacientemente aguardan al pie de la cama, nos recuerdan con su presencia que cada día es la consecuencia de los anteriores.

Algo embotado, se despertó más tarde que de costumbre. No obstante notó de inmediato un cambio en su sentir. Ya no estaba ofuscado, no había temor ni angustia en su ánimo. Recordó confusamente extraños sueños en los cuales se sintiera transportado a mundos diferentes, plenos de paz y comprensión de los que no hubiera querido jamás regresar. Lentamente, la conciencia de vigilia fue tomando el mando en tanto le proyectaba los acontecimientos del día anterior, aunque de una forma nueva, diferente. Desde un lugar de emotividad más elevado y prescindiendo de lo racional en su contenido; se le presentaba una imagen carente de aquellos sentimientos negativos que lo llevaran a la desesperación.

Se levantó de la cama sintiéndose distinto. Algo extraño, pero agradable y placentero le estaba sucediendo. Se detuvo en la cocina, un sol radiante se colaba por la ventana y, sentado allí, en la misma silla en que lo hacía todas las mañanas, comenzó a reír, a reírse de sí mismo, pleno de felicidad. Ahora lo comprendía, “eso” que lo había invadido era un sentimiento ya olvidado. Algo relacionado con sus padres, su niñez, sus lejanos hijos, su primera novia, y hasta con los casi desconocidos vecinos.

Corrió desesperadamente entre los muebles de la casa. Debía saber sobre el autor de ese libro, conocer su titulo. Aún durante su apresuramiento tuvo el tiempo suficiente para imaginar que el objeto de su búsqueda, el responsable de su mutación, se hubiera esfumado. Temió que, roto el hechizo a causa de la comprensión, se produjera su desaparición tan misteriosamente como había llegado.

Pronto se desvanecieron sus sospechas al verlo sobre el escritorio tal y como lo hubiera dejado el día anterior. Sin poder reprimir su ansiedad, buscó sobre el lomo del volumen. Perfectamente visible y en letras doradas, aparecía el titulo que rezaba: “Mi Vida”. Seguidamente ¡SU NOMBRE!  Su nombre que ocupaba allí el sitio reservado al autor. Y, sin abrirlo, supo ahora que sus hojas siempre estuvieron...en blanco. Que nunca había leído ni tan solo una letra en ellas y, que aquello que lo hubiera trastornado no fue el texto, sino la voz de su ausencia.



El informe del forense indicaba “Muerte Natural”, e insinuaba la posibilidad de un paro cardíaco.         

El difunto sostenía entre sus manos un librito azul, totalmente manuscrito, en el que narraba un sentido epítome de su vida, precedido por un extenso prólogo conteniendo una serie de notas dirigidas a quienes fueran sus afectos. El tenor de las mismas variaba según su destinatario. Las había de disculpas y arrepentimiento, de perdón otorgado por pasadas acciones, de explicaciones y consejos, pero todas contenían explicitas manifestaciones de amor y cariño.

El cadáver fue encontrado sentado frente a su escritorio, enfundado en un piloto amarillo, y con un arma defectuosa a su derecha. Pero lo más extraño del caso fue, según más tarde se pudo determinar, que la portada del escrito estaba fechada en un día posterior al del fallecimiento de su autor.

                                                                                



                                                                                 Filemón Solo.


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