Harto ya de oscuras cavilaciones se acercó a
la ventana, y desde ella observó la tarde tormentosa y gris. Allí, la
distancia, ahora enturbiada por la llovizna, sin horizontes, sin limites y
extendiéndose hacia la nada. La tierra ya no aceptaba más, diluyéndose saturada
en un liquido sucio y amarronado. Oscuros charcos, se multiplicaban ocupando
toda cavidad del suelo. Pensó en su alma.
Los llamados
de salutación, en este, su día de cumpleaños habían rastrillado ese angosto
manto infértil con el que esforzadamente hubiera cubierto un pasado que no
debía exponerse a la luz del sol.
La
total falta de alegrías conduce a un territorio vacío, insulso, lugar
insostenible que irremediablemente se hunde en la asfixiante ciénaga de la
angustia. Oprimido el pecho por el peor de los dolores, ese que no tiene
aparente razón ni origen, se dirigió hacia el escritorio, abrió el último cajón
del mueble y aferró el arma. Los ojos, fijos sobre la frialdad del metal, se
humedecieron en un instante de compasión hacia sí mismo.
Al
empuñar la vieja pistola, algo cayó al suelo arrastrado por el cañón. Él, que siempre
había sido muy ordenado y hacia años ya que resolviera dejar de lado toda
prisa, levantó el pequeño libro para volverlo a su sitio. Con absoluto
desinterés posó la mirada sobre la primera pagina que la casualidad le
presentara. La apatía, el fastidio, de ese momento próximo al final, le
impedían concentrarse en su contenido; no obstante cierta interna obstinación
le instaba a persistir en el intento. Suspiró resignado, lentamente le fue
entregando cierta atención, y en la medida que lo hacia su pálido rostro se iba
encendiendo, sus músculos, relajados por el desgano, se tornaban rígidos, su
pulso se aceleraba. -¡Esto es absolutamente fantástico e increíble!-, afirmó,
sobresaltándose ante el sonido de su propia voz. La sorpresa le hizo levantarse
bruscamente arrojando hacia atrás el sillón rodante que fue a dar contra una
estantería cercana, pero ya no escuchaba los ruidos producidos por la caída de
adornos y souvenir.
En
un cuerpo paralizado, la mente, analítica y deductiva, comenzó a buscar por
propia cuenta la explicación plausible. Aquella que encajara dentro de los
cánones de su concepto de la lógica, en tanto revisaba viejos archivos en un
intento de hacer descender al débil plano de lo razonable aquello, que por
fuerza se le escapara. El hombre, intentando recomponerse ante el impacto de la
fuerte impresión, se dirige vacilante hacia la ventana. La lluvia continúa con
su monótona cadencia en una interminable reiteración de sí misma.
Bueno,
realmente nada había cambiado, la indiferencia del exterior le prestó cierta
tranquilidad. Observó con mayor cuidado el cuadro: los árboles, dóciles,
doblaban sus ramas ante el peso extra del agua que los empapaba desde hacia
varios días, la tierra fértil abandonaba el lugar corriendo por pequeños
canales en busca de sitios más bajos. -Todo tiende a descender-, se dijo.
Algo
más sereno, resolvió verificar la teoría recién elaborada, misma que le
enunciara que en momentos extremos, la percepción pierde su rumbo de coherencia
aportando imágenes irreales; esto como consecuencia de una acción tan atípica
para la razón como la que estuvo a punto de realizar. ¡Sí!, ahora hasta creía
recordar el haber leído algo sobre el tema. Claro que no era otra cosa que esa
asombrosa particularidad humana, la que siempre trata de justificar aquello que
a la mente excede; reiterando, una y otra vez, el necio intento de hacer
descender lo incomprensible hasta el nivel de sus magros medios.
Haciendo
sonar nerviosamente los dedos, el individuo no se decide a compulsar la certeza
de esa, su conjetura de auxilio.
¡Miedo!.
¿Tenia miedo? ¡Ridículo! Permaneció impávido ante la perspectiva de la muerte
por mano propia, y ahora le temía a un librito de origen desconocido. Ridículo,
o no, debía medirse con él. Ya consciente de lo irremediable, sin más se lanzó
a la prueba.
¡NO!,
esto no podía estar ocurriendo. ¡El contenido aludía directamente a su persona!
Y, por si cupiera alguna duda, lo hacia claramente con su nombre. Quedó
estupefacto. Peor aún, “esa cosa” le hablaba directamente a su conciencia,
saltando por sobre una voluntad que pudiera intervenir censurando lo que se le
transmitía. En un natural y desesperado intento de callar esa voz serena e imperativa,
cerró bruscamente el volumen. La prueba resultó del todo inútil, su mente
continuaba asimilando perfectamente un envío que no consistía en meras
palabras, sino en algo así como una partitura de profunda vibración emocional
que, siéndole familiar, le golpeara en algún ignoto pero sensible lugar de su
ser. Le invadió el pánico. El corazón perdió todo ritmo y el aire se hizo
demasiado denso para sus pulmones.
Desesperado,
logró cubrirse con indumentaria que le protegiera de la lluvia, y salió tambaleante
de la casa. El vecino más próximo se encontraba -si es qué se encontraba- a dos
kilómetros de distancia y no se sentía capaz de conducir. No llegaría hasta
allí con vida. He ahí otra rareza, ¡ahora le importaba la vida! Sonrió con
amargura, estaba perdiendo la razón.
No,
en forma alguna podría presentarse en una casa extraña, ante gentes con las que
solo mantuviera un trato formal, y contarles un dislate de tal magnitud.
Recordó
en un segundo el esfuerzo que los vecinos habían realizado por conocerle mejor.
Las excusas presentadas en respuesta a sus amables invitaciones, los rodeos al
volver del pueblo conduciendo la camioneta para no pasar frente a la finca. ¿Porqué
debían saber sobre sus movimientos? Los imaginaba cuchichiando acerca de la
causa que hubiera llevado a un hombre a vivir solo en un paraje tan alejado. Se
había propuesto no permitir invasiones a su privacidad, y estaba conforme de
haberlo conseguido.
Bueno,
ahora sabía que sí estaba solo. Pero él eligió estarlo, y por lo tanto se
preparó para cualquier eventualidad. Consideró la posibilidad de accidentarse,
de enfermarse, y hasta el riesgo de un incendio en la cabaña, y para todo tomó
sus recaudos. Pero esto no, ¡la locura nunca integró su nómina de riesgos!
Hombre precavido, sí, precavido pero demente. Como decir a alguien que
imprevistamente se encontró siendo el protagonista de una obra de la que no
tenía conocimiento. Un texto que le transmitía cosas, aún estando cerrado. No,
eso era algo que no podía hacer, ni con los vecinos, ni con ninguna otra
persona.
Caminó
lentamente arrastrando con esfuerzo los pies, las salpicaduras de lodo
manchando sus pantalones. A poco, ya agotado, se sentó sobre una gran piedra y
más tarde sobre un tronco de árbol caído. Las voces del libro lo perseguían, lo
acosaban. Rendido, respiro profundo, tomó fuerzas y volvió vencido a la casa.
Ingresó por la puerta trasera; deseaba
postergar lo más
posible el inevitable encuentro.
-¡Pobre
tipo!- se dijo en voz muy alta, -deja el mundo, harto ya de sus locuras,
buscando libertad y lo han de volver a él, ahora enajenado y rumbo al encierro
de alguna “casa de salud”-.
De
pronto algo resurgió. Aquel viejo hábito de lucha, que estuviera descansando en
algún compartimiento de su memoria, comenzó a instarle a dar pelea. No, no se
rendiría tan fácilmente. Siempre se consideró un gladiador en el coliseo de la
vida. Aún ahora, retirado y algo mas viejo presentaría batalla, y lo haría a su
tiempo y en las mejores condiciones posibles. Miró por la ventana, ya anochecía,
mañana sería el combate. No obstante se acercó al escritorio para observar al
enemigo, siempre es prudente conocer lo más posible del contrincante antes de
la disputa.
La sola visualización del objeto, de ese
enigma, le produjo mareos. En medio del vértigo creyó perder el sentido y, aunque
solo por unos instantes, le pareció ser presa de una fuerza superior que le
inducía a acercarse más y más; en tanto luchaba denodadamente por alejarse
poniendo en ello el resto de energías que aún le mantenían en pie. Finalmente,
sin saber bien porque medios, logró salirse de ese cuarto y retornar a su
conciencia. Se sentó y permaneció largo rato en procura de recuperar el manejo
de sus propios pensamientos.
Totalmente
exhausto se dirigió a la cama. Mañana, bueno, mañana decidiría en función de
las circunstancias, pero seguramente estaría mejor preparado para lo que
viniera; sí, hasta era posible que ese mañana nunca llegara.
Pero
el mañana llegó. De una u otra forma, nos halle vivos o muertos, siempre lo
hace, y las cosas pendientes, que pacientemente aguardan al pie de la cama, nos
recuerdan con su presencia que cada día es la consecuencia de los anteriores.
Algo
embotado, se despertó más tarde que de costumbre. No obstante notó de inmediato
un cambio en su sentir. Ya no estaba ofuscado, no había temor ni angustia en su
ánimo. Recordó confusamente extraños sueños en los cuales se sintiera
transportado a mundos diferentes, plenos de paz y comprensión de los que no
hubiera querido jamás regresar. Lentamente, la conciencia de vigilia fue
tomando el mando en tanto le proyectaba los acontecimientos del día anterior,
aunque de una forma nueva, diferente. Desde un lugar de emotividad más elevado
y prescindiendo de lo racional en su contenido; se le presentaba una imagen
carente de aquellos sentimientos negativos que lo llevaran a la desesperación.
Se
levantó de la cama sintiéndose distinto. Algo extraño, pero agradable y
placentero le estaba sucediendo. Se detuvo en la cocina, un sol radiante se
colaba por la ventana y, sentado allí, en la misma silla en que lo hacía todas
las mañanas, comenzó a reír, a reírse de sí mismo, pleno de felicidad. Ahora lo
comprendía, “eso” que lo había invadido era un sentimiento ya olvidado. Algo
relacionado con sus padres, su niñez, sus lejanos hijos, su primera novia, y
hasta con los casi desconocidos vecinos.
Corrió
desesperadamente entre los muebles de la casa. Debía saber sobre el autor de
ese libro, conocer su titulo. Aún durante su apresuramiento tuvo el tiempo
suficiente para imaginar que el objeto de su búsqueda, el responsable de su
mutación, se hubiera esfumado. Temió que, roto el hechizo a causa de la
comprensión, se produjera su desaparición tan misteriosamente como había
llegado.
Pronto
se desvanecieron sus sospechas al verlo sobre el escritorio tal y como lo
hubiera dejado el día anterior. Sin poder reprimir su ansiedad, buscó sobre el
lomo del volumen. Perfectamente visible y en letras doradas, aparecía el titulo
que rezaba: “Mi Vida”. Seguidamente ¡SU NOMBRE!
Su nombre que ocupaba allí el sitio reservado al autor. Y, sin abrirlo,
supo ahora que sus hojas siempre estuvieron...en blanco. Que nunca había leído
ni tan solo una letra en ellas y, que aquello que lo hubiera trastornado no fue
el texto, sino la voz de su ausencia.
El
informe del forense indicaba “Muerte Natural”, e insinuaba la posibilidad de un
paro cardíaco.
El
difunto sostenía entre sus manos un librito azul, totalmente manuscrito, en el
que narraba un sentido epítome de su vida, precedido por un extenso prólogo
conteniendo una serie de notas dirigidas a quienes fueran sus afectos. El tenor
de las mismas variaba según su destinatario. Las había de disculpas y
arrepentimiento, de perdón otorgado por pasadas acciones, de explicaciones y
consejos, pero todas contenían explicitas manifestaciones de amor y cariño.
El
cadáver fue encontrado sentado frente a su escritorio, enfundado en un piloto
amarillo, y con un arma defectuosa a su derecha. Pero lo más extraño del caso
fue, según más tarde se pudo determinar, que la portada del escrito estaba
fechada en un día posterior al del fallecimiento de su autor.
Filemón Solo.
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