Luego de un mil ochocientos treinta y
tantos días – que de los años ya hemos hablado-, a contar de la decisión que
motivara el ocultamiento del sorprendente logro por parte de su creadora,
comenzó la plaga.
Para estos tiempos, madre ya de dos
hermosas criaturas, la doctora Perla Maris (sin el “de”, pues ya había logrado
deshacerse del incomprensivo, egoísta, conformista y, quizá, hasta infiel,
“padre de sus hijos”) recordando aquello de qué: “Todo debe mantener sus
relaciones y proporciones adecuadas, etc., etc.” y visto que estas estaban
perdidas poniendo en riesgo la misma vida sobre el planeta, supo llegado el
momento de hacer el deseado aporte a la humanidad para el cual hubo nacido y
laborado.
Obstinadamente intentó, una y otra vez,
la aprobación de su hallazgo por parte de los organismos nacionales;
indispensable requisito previo a su uso. Fieles a su concepto de las cosas,
estos se negaban a aceptar que el alcohol etílico diluido al uno por ciento y
conteniendo algunos azucares, o el mero agua destilada, pudieran ser vehículo
de un elemento, no detectable, que produjera el efecto que su inventora
aseguraba.
La puja duró más de un año, tiempo
durante el cual las asquerosas cucarachas se ocupaban de lo suyo y, sin diputas
internas, avanzaban incontenibles.
Desesperada, al comprobar la
imposibilidad de dar cumplimiento a los requisitos que la legislación local
indicaba como ineludible para la aplicación del producto, y en vista de la
urgencia del caso, decidió dejar el asunto en manos de los organismos
internacionales vinculados con el tema.
Pero todos estos (los organismos), lo
vivos a lo menos, eran susceptibles de heredar males pandémicos. De forma que
el estigma del “Síndrome del Sistema”, tan popularizado en aquella cultura en
el ámbito institucional (y conocido con muchos otros nombres), se encontraba
desde origen afectando a corporaciones y entes de todo tipo. Razón por la cual,
quienes se dedicaban al estudio sobre control de plagas, tanto como los que lo
hacían sobre la biología de los insectos, atareados como estaban (atento la
crisis del caso), no tuvieron mucho tiempo para divertirse con el informe de la
doctora Perla Maris. No obstante, según se dice, hallaron algunos minutos para
dedicar a este sano esparcimiento. En cuanto a los otros, cuyo móvil era la
salud (la buena, se entiende) humana y su preservación, con mucho menos sentido
del humor que sus colegas – tal vez porque los hombres son más tristes que los
bichos- tomaron muy a mal el atrevimiento de una desconocida odontóloga sudamericana,
sin *prestigio y carente de *acreditación alguna, presentando un estudio falto
de las necesarias pruebas de laboratorio debidamente certificadas por expertos
competentes en el área. Sin las indispensables publicaciones en los medios
especializados (cosa que, aparentemente, se debía realizar durante años y en
idioma inglés), y sin etc. etc.
Debemos volver ahora a los momentos en
que los ilustres integrantes de la “C.I.” se rasgaban sus costosas vestiduras
(cuyos restos eran rápidamente devorados por “ya sabemos quienes”) ante la
inoperancia de los científicos, asesores, encargados de los baños, periodistas
deportivos y demás responsables de su malestar personal y de la carencia de
soluciones –cada cuestión en su orden-.
Como quedó evidenciado, ya nada más se
podía hacer para salvar al planeta. De tal manera que los congresistas,
valiéndose de sus móviles celulares, (Los teléfonos de línea no funcionaban por
haber sido consumido algún sabroso componente de sus centrales) se dieron a la
triste actividad de despedirse de sus allegados: familiares, amigos, amantes y
encargados de edificios. En tanto, y con evidentes dificultades, continuaba
emitiéndose el comunicado b) de la “C.I.”.
Las últimas noticias eran malas, pero
peor fueron las penúltimas. Las que informaban sobre miles de decesos (pérdidas
de vidas), puesto que los occisos (precisamente quienes las perdieran) habían
pasado a ese estado dado el interés que sus cuerpos despertaron entre la
creciente población de asquerosas cucarachas, formando parte de su
indiscriminada ingesta, debido a la desesperación de estas ante la escasez de
alimentos en plaza. En cuanto a las últimas noticias -que ya no lo eran, pues
otras las habían seguido-, dejaban saber sobre la caída de los hipermercados;
sacrosantos bastiones del consumismo, quienes, pese a todas las medidas tomadas
en sentido contrario, no pudieron resistir el asedio invasor. Agregaban, cosa
curiosa, que no todos los productos alimenticios corrieron la misma suerte.
Casos de excepción hubieron sido en especial los denominados “diet”, y en
general, aquellos en cuya composición se encontraban colorantes,
edulcorantes y conservantes
“permitidos”. Eso sí, los envases,
excluyendo los metálicos,
fueron provechosamente devorados. Al parecer, los estúpidos ortópteros,
en su ignorancia, no pudieron apreciar la excelencia de los manjares que
despreciaban -los cuales resultaron ser la gran mayoría de los existentes en
góndolas y depósitos-.
Son impredecibles los medios que el destino usará
para llegar a su objetivo. En este caso fue
un joven mandadero del “First National Institute of Insect”, quien
resultó el puente que uniera la ribera de la indiferencia con la de la
esperanza, aunque solo fuera por una vez.
Habiendo leído, y creído en su veracidad también, el
escrito presentado por la doctora Perla Maris ante la *prestigiosa institución,
decidió cambiar la dirección que el mismo llevara. Así que tomándolo del
recipiente de los desperdicios, partió raudamente hacia la sede de la “C.I.”,
donde llegó conductor de un antiguo vehículo de doble tracción (misma cosa que,
inexplicablemente, se denominaría luego con la ecuación diofántica “4x4 =?”)
derrapando sobre un mar de irrefrenables periplanetas, blatta, supella, y demás
asquerosas hermandades internacionales de asquerosas cucarachas.
Las tropas allí apostadas, a causa de
las medidas de seguridad que siempre se toman, más aún en este caso, habida
cuenta de las personalidades presentes en el edificio, confundidas ante la
vista de la vieja unidad militar aún camuflada, o tal vez afectados sus
efectivos por la dificultad de visualización existente desde lo alto de los
postes de alumbrado, sitio donde su hubieron guarecido, no le impidieron el
paso. Situación ésta, por demás afortunada pues, casualmente, y detrás de la
lujosa puerta de cristal del edificio, se encontraba la persona indicada para
entregarle la que podría ser la salvación del género humano; el único ser capaz
de comprender el valor de esa carpeta y presentarla con los argumentos
necesarios para su diligenciamiento: el mayordomo de la “C.I.”.
En definitiva, y luego de tantas tribulaciones,
parecía haber llegado el momento esperado desde que comenzó la terrible plaga.
La solución estaba donde correspondía y en pocas horas todos los países del
mundo se encontrarían produciendo el “Desanimador”, tal como más tarde dio en
llamársele.
Aquí debemos hacer un alto en nuestra
historia para considerar, no sin legítimo orgullo y profunda admiración, las
tremendas vicisitudes y situaciones hiperbólicamente imposibles de imaginar, a
las que se ven sometidos nuestros conductores en general y muy particularmente
los ya míticos integrantes de la “C.I.”.
Volviendo a la narrativa, nuestros
héroes se encontraban paralizados por la magnitud de la incógnita contenida en
una, al parecer ingenua pregunta, efectuada por el más perspicaz de los
asesores; quien destacaba por su sagacidad dentro del grupo de cinco mil
colegas en funciones.
En medio del entusiasmo general, luego
de la sorprendente exposición del mayordomo mayor, declarando, mientras servia
el último café -defendido a riesgo de su vida- : “Señores, acá les traigo la
solución al problema que está a punto de terminar con toda la civilización,
nosotros incluidos”, y agregando firmemente: “Déjense de joder y procedan a
fabricarlo masivamente”. A poco, y mientras observaba una de las escasas copias
del trabajo de la doctora Perla Maris, el consultor, inspirado por los largos
años de experiencia en el sistema, lanzó la terrible pregunta: ¡SEÑORES!, ¿Y
ESTO QUE ES? Un oscuro manto de desánimo cundió implacable por la hermosa sala,
cuando, dos horas más tarde, casi todos habían comprendido la magnitud de la
insalvable dificultad ante la cual se encontraban.
Si lo que tenían entre manos se trataba
de un plaguicida, este no había pasado las pruebas necesarias para su uso. De
idéntica manera sucedía con la normativa que reglamentaba todas las
denominaciones terminadas en “cida” que el ingenio de los asistentes pudo
imaginar. Si por el contrario se encontraban ante un medicamento, ya que, y
según parecía, el uso revertido de un preparado de este tipo hubo dado origen a
la formula, la legislación vigente se comportaba en forma similar, o aún más
estricta.
De una u otra manera, esta cosa, fuera
lo que fuera, no se podría manipular y, menos aún administrarla a las
asquerosas cucarachas sin cumplir previamente con los requisitos estipulados
para el caso; y para cuando esto ocurriera ya nadie quedaría con vida para
disfrutar de sus resultados, siempre que estos fueran los esperados, claro.
! Estaban perdidos ¡ y el mundo, ahí
afuera, también.
Algunos de los funcionarios, compungidos
y contritos, se retiraron a descansar a sus cuartos, otros, presa del pánico,
se formaron ordenadamente en una larga fila de suicidas, rumbo al helipuerto
ubicado en piso trece. Los más se desparramaron en sus asientos, incapaces de
toda acción.
A solo título ilustrativo, y con el
único fin de graficar el estado anímico que reinaba en la “C.I.”, diremos que
el ilustrísimo señor presidente de la primera potencia mundial encendió, no se
sabe cómo, un apestoso cigarro de hoja. Lo notable es que su excelencia no fumaba.
Pero la fortuna habló, una vez más, a la
humanidad mediante la tosca voz del mayordomo general, quien a la sazón se
encontraba distribuyendo comprimidos de cafeína, obtenidos de las reservas
almacenadas en los herméticos refugios subterráneos del edificio, diciendo:
¿Porqué no etiquetan los envases con una inscripción indicando que se trata de
un suplemento dietario para cucarachas, VENTA LIBRE? Nuevamente la sala fue
invadida, no ya por quienes lo venían haciendo, sino por un inmenso (la sala
era realmente grande) silencio, resultado del estupor de los allí congregados.
Todos los presentes –no así los
ausentes- contuvieron el aliento y activaron sus mentes. Luego de algunos
minutos, y viendo que ambas actitudes resultaban nocivas -habida cuenta de los
participantes que caían al suelo, morados unos y presa de surmenaje los otros-,
el excelentísimo señor presidente de la primera potencia mundial, quien
casualmente presidiera estas reuniones, puso término a esta insana actitud,
llamando la atención de los presentes –no así de los ausentes- al golpear
fuertemente la superficie de la hermosa mesa de caoba lustrada “a la laca”,
pero sintética, con su gran cabezota, casi inconsciente a causa del puro, cuyo
humo, pobre excelencia, había inhalado.
De allí en más, todo marchó según lo
planeado para el “OPERATIVO CUCA”. Imprescindible nombre clave, cosa que, según
los estrategas, todo emprendimiento bélico debía llevar.
Ciertas coincidencias y sincronicidades
deben ser destacadas, en honor a estudiosos como Wolfang Puli, Carl Jung y los
muy antiguos Vedas. Esto aludiendo a que a la benemérita doctora Perla se la
conocía, en su pueblo natal, con este mismo y particular apelativo: “Cuca”.
¡Cosas vedere Sancho...!
Tal lo acostumbrado, se eligió como
campo experimental un lejano país –uno de los que aquellos que suponían que a
él no pertenecían, denominaban “del tercer mundo”-para probar la eficacia,
rapidez de repuesta, y consecuencias en la población del “Desanimador” recién
presentado en sociedad.
Los resultados fueron por demás
auspiciosos. Las asquerosas cucarachas se dejaban morir por desgano a poco de
entrar en contacto con el “Suplemento Dietario”. Además, siendo esto lo más
conmovedor, sucedía lo mismo ante el eventual encuentro de un espécimen con
cualquier congénere “ya desanimado”; en un exagerado, cuanto fatal, caso de
“empatía”. Y, todo esto, sin producir efecto ninguno sobre las personas.
¡Más no se podía pedir! Pero había más.
Los cuerpos de las fallecidas asquerosas
cucarachas, obviamente compuestos por elementos orgánicos, perdían cualquier
capacidad de contagio y se desintegraban crujiendo graciosamente,
constituyéndose así en un excelente abono para los muy maltratados campos. ¡QUE
VIVA LA ODONTOLOGÍA !,
aunque me duela.
Este largo cuento, al qué aún restan las
partes más “sabrosas”,
SOLO CONTINUARÁ, si así fuera solicitado
por sus lectores.
Filemón Solo
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