Cuentos de Filemón Solo

miércoles, 22 de agosto de 2012

¡APARECIERON!


                         Aparecieron, simplemente lo hicieron

Venían de arriba, posiblemente de algún abajo, o, ¿porqué no? desde los costados que están al frente; o detrás

De cualquier manera millones de cortinas dividen los campos y esta es solo una de ellas

Y cada una contiene sus confinados

No dentro de ella, tampoco fuera de sus inexistentes límites, ¡en ella!

Es un paso, especial, quede claro, y la cortina nos da en el rostro, ese suave toque es la instancia de la presencia

No se ingresa, se está

No se sale, se deja de estar

Pero sospecho que muchos pueden ser fuera y dentro, y quizá no lo noten

Perciben dos, o talvez una cantidad mayor de situaciones

Y, si así fuera, se deduce que otros tendrían aún más: una ilimitada posibilidad de ampliación
                           
                            Se me ocurre, no sé bien porqué causa, que estos que
                        aparecieron pertenecen a los últimos

Se difunden en el entorno, no reconocen separación entre las cosas

Por lo que siento, ellos también son todas esas cosas

 ¿Qué quiero decir con “cosas”?

Es ridículo que esta expresión se haya presentado, no es representativa

Los contornos son absolutamente provisionales, signos de ubicaciones relativas

Meras referencias de una parte

 ¡Ah! ¡Es eso!, estaba yo en lo cierto, aumentan o disminuyen sus frecuencias a voluntad

Pero también pueden vibrar en una escala tan amplia que lo abarca todo, bueno, ¡casi todo!

Siempre hay algo más que excede a lo que se logra

Nunca se abandonan los límites, pero si se alejan

 ¡Si no tuviera un poco de temor! No sé, quizá pudiera ser que intentara trascender los que tengo presentes

De hecho lo debo estar causando, ¿si no como podría saber de ellos?

 No se trata de que se haya acentuado la conexión, eso no es posible, esta guarda las totales proporciones de lo constante, es uno de los “principios”

Se debe a que previamente elaboré una idea de exclusión

Sí, como si esta referencia de parte lo fuera de “mí”

He ahí la cortina

¡Claro!, al restringirse en esa referencia la apreciación que me asiste aceptó la forma de lo que se le presentaba como excluyente

¡Que horrible sensación! ¡Que soledad! ¡Que recelo y pequeñez!

Pero... ¡NO! ¡Ahora lo sé!

Nunca aparecieron, siempre estuvimos, y siempre Estaré 
 
                                 Filemón Solo 

domingo, 5 de agosto de 2012

REALIDADES

Quedamente se acercó al estacionamiento, ubicó el automóvil debajo de la tela de media-sombra, y comenzó a preparase para la jornada. Tomó del baúl del vehículo dos grandes bolsas plásticas conteniendo todo lo necesario; con ellas la vieja reposera y la ropa apropiada con la que mudarse, haciendo del interior del coche un práctico vestuario.

Cargado con todos los pertrechos avanzó valerosamente entre ciclistas recostados sobre un pasto común y espinoso, músicos solitarios, promotores de camisa y corbata que se habían dado otro día franco, caminantes octogenarios, demás humanos y muchos cánidos. Todos seres con los que no guardara ninguna afinidad.

Eligió un sitio más o menos apropiado. Más o menos equidistante entre unas muchachas que se doraban al sol en medio de gritos y pantalla solar, unos más o menos tipos que lucían sus vistosos slip junto a un potente equipo de música, y unos más o menos pescadores en busca de esos seres contaminados que el río suele alojar.

Sacó su lona verde, la infaltable reposera reparada a tornillos, sus libros, y el cuaderno de notas por si algo se le ocurría. Unos sándwich de miga, baratos y vegetarianos, harían su almuerzo de jornada no laborable.

Las pequeñas hormigas, que siempre gustaban de inyectar una sustancia urticante en sus pies, comenzaron la actuación de rutina. El repelente de insectos, si bien solo lograba refrescar a estos persistentes himenópteros, representaba la expresión reaccionaria de un ser en conflicto; un mero símbolo.

Debía ser cuidadoso con los elementos dispersos sobre el suelo, algunos ya habían demostrado sus filos, y otros, como las “hipodérmicas” abandonadas, podían representar un dolor bastante más prologado que el de un simple pinchazo. Tratando de no interferir con las tapitas de gaseosa, azarosamente engarzadas entre la vegetación, estiró la lona y sobre ella colocó sus pertenencias. Ahora a relajarse y disfrutar del cálido sol de primavera.

No bien concluida la refacción, generosamente surtida de agua tónica, tomó la posición “espaldas al suelo”, siendo esta la ideal para darse una siestita. Eso sí, en precautorio contacto táctil con el bolsito donde guardaba sus papeles, debidamente camuflado en envase de supermercado.

Rápidamente el pensamiento hizo evidente su ya declarada independencia y, libremente, tomó rumbo hacia aguas turbulentas.

Una inmediata media vuelta, la mano al bolsito y cierta porción de ansiolítico a la boca. Un rato más tarde ya estaba metido plenamente en ese mar de recuerdos y falencias; también ansiedades, solo que ahora algo atemperadas por el medicamento.

Por la calle interna de la costanera desfilaban lentos automóviles debidamente preparados según la intención de sus ocupantes. Pareciera que las damas, a las cuales pretendían impresionar, eran particularmente afectas a los espantosos sonidos que, a un increíble volumen, partían indiscriminadamente de esos altavoces rodantes.

Un conjunto de jóvenes de bien logrado mal aspecto, descendió de uno de estos lustrosos y muy bajos transportes, dirigiéndose certeramente hacia las vecinas niñas, quienes, muy gustosas, rápidamente entablaron conversación con los personajes. El caso es que estos con ellas sumaron afinidades, pero con los tipos de slip multiplicaron sonidos; los de ambos equipos, en un ensordecedor contrapunto de disparates musicales y vocales.

Pensó en cambiar de sitio, pero buen conocedor del lugar, ya lo sabía infectado de estas, y otras actividades igualmente reñidas con lo que él había ilusionado encontrar. Bueno, en realidad no con muchas esperanzas, solo que uno suele buscar denodadamente aquello que le es más necesario, y muchas veces el terreno no se adapta debidamente; quizá a causa de su multiplicidad de destinos. En realidad no lograba imaginar como sería ese medio en cuyo ámbito solo se permitiera el ingreso de gentes con urgencias de paz.

Campo al aire libre, claro, y expresamente vedado a jóvenes, futbolistas, niños, perros, corredores, usuarios de hipodérmicas, amantes del asado, amantes, parejas desavenidas, distorsionadores de la ajena armonía en cualquiera de sus formas, y....Ya con el cuaderno en mano detuvo el lápiz 0,7mm para pensar un poco. ¡Habría que prohibir la lluvia, las hormigas, los retorcijones de estómago, la temperatura inapropiada, las visitas, los vendedores ambulantes, los ambulantes no vendedores, y demás molestias reales o potenciales!

No, esto no resultaría ser algo viable, no por el momento, dadas las pocas posibilidades que cualquiera pudiera tener de controlar todos estos imponderables. Por ese lado no encontraría la respuesta a su deseo. Quizá el problema no pasara por el lugar, sino por otra cosa.

Ahí va otro mg de Bromazepan, a ver si ese golpeteo del músculo cardíaco se atempera con él.

Renunciando a hallar alguna posición indolora, así tendido sobre el suelo, recurrió a la previsión de la silla playera. Desde esta nueva perspectiva, observó como la poseedora de esa rubia cabellera con graciosos rulitos, aceptaba la invitación del pálido conductor que minutos antes hubiera detenido la marcha de su automóvil, allí, justo frente a ella. La distracción, y sus conclusiones al respecto, partieron junto con la rubia de rulitos y el descolorido seductor con rumbo presumido.

El episodio le hizo cavilar acerca de su propia y delicada situación con otra rubia de graciosos rulitos. Cosa esta que, totalmente opuesta a su deseo para este día, le produjo una copiosa descarga de adrenalina, ácido gástrico y hormonas, en alternantes proporciones y según cada imagen en recuerdo. Un nuevo manoteo al bolsito, lamentando el curso de ese, su único día franco tan esperado en la semana.

¡Ya basta de estas cosas! Decidido, abrió uno de los libros en un intento no muy optimista de buscar consejo en la ajena sabiduría. A poco se le iluminó el rostro, esto le venía justo a la medida. El párrafo rezaba: “Nuestro cerebro no reconoce la diferencia entre realidad y fantasía. Si usted imagina detalladamente un hecho cualquiera que involucre factores emocionales, este órgano (el cerebro) producirá la correspondiente segregación de sustancias endógenas, tal y como si estuviera experimentando verdaderamente el acontecimiento”. ¡Aja! esto es lo que pocos momentos antes le ocurriera al recordar a “su” rubia de rulitos. Ahora él estaría al mando, cerró los ojos, desconectó el piloto automático, y se dispuso a navegar hacia los cielos de la ilusión.

Pretendió elaborar una visualización de armonía y plenitud; en cuyo fracaso rápidamente comprendió que solo se puede crear una fantasía con materiales conocidos. ¡Bien, ahí vamos nuevamente! Dándose aliento recomenzó el ejercicio.

Con muy poca originalidad, trabajosamente fabricó una casa de troncos junto a un tupido bosque, se vio a sí mismo joven y fuerte cortando leña, mientras una hermosa, amable, y atenta mujer, le llamaba cariñosamente para tomar el té con pastel de frambuesas recién horneado. Largo rato anduvo por esos parajes protagonizando un sinfín de aventuras hogareñas.

Cuando el frío del atardecer le sacó de su ensimismamiento, se sentía realmente contento. –Bueno-, se digo, -al fin y a la postre “Si el cerebro no reconoce la diferencia”, no seré yo quien se la haga notar-, y silbando una tonada de los sesenta guardó sus bártulos emprendiendo el regreso. Cierto que no a un hogar de troncos, ni de ninguna otra cosa, pues eso era algo que ya no tenía.


Al llegar mañana al trabajo sus compañeros le dirían: ¡Hay que ver, que tipo tan afortunado, sin compromisos anda de parranda, y vuelve muy bronceado de sus correrías!



                                     Filemón Solo







     

jueves, 26 de julio de 2012

EL REY


Desde su estratégica ubicación observa atentamente la sabana. El alcance de su vista no es el mismo de antaño, y su poderoso olfato también ha disminuido con los años. No obstante las minusvalías, aún puede distinguir cuando un ñu está en apuros.

La inmensa manada de antílopes se encuentra pastando sobre la planicie, y el viejo león espera pacientemente que alguna cría se aleje desprevenidamente del grupo, o, lo que le haría la cacería más dificultosa, a que un ejemplar adulto haga lo propio.

Ya no tiene la velocidad ni la resistencia necesarias para alimentarse como solía hacerlo. Cierto es que en gran parte de ese tiempo fueron las hembras las que le proveyeron lo necesario para la cena, en tanto él, teniendo asegurado el abastecimiento, se ocupaba de lo suyo.

Pero eso ya pasó, las hembras no hacen nada por él, ni siquiera le permiten acercarse al grupo  que conforman, y si están en época de apareo, son los leones más jóvenes quienes lo atacan despiadadamente. Ya existe demasiada competencia como para permitir el ingreso a la puja de un anciano inútil.

El tiempo pasó demasiado deprisa, y sin notarlo siquiera fueron disminuyendo sus fuerzas, hasta que en una primavera cualquiera un desafiante lo derrotó malamente dejándolo muy herido y sumamente confuso.

Habiendo perdido su supremacía, nadie de la manada le prestó ayuda y fue abandonado a su suerte. Esa noche terrible, solo un milagro le salvó de ser despedazado por las malditas hienas que merodean incansables por todos los territorios de caza. Luego de esa sombría experiencia nunca volvería a ser el mismo.

En la jungla la soledad lo acerca a uno a la muerte. Sin demasiado análisis, siempre se tuvo por un líder invencible capaz de mantener su posición eternamente. Esto no se compadecía con la presente situación, en la que algo parecía no estar en su lugar.

Al dejar a su madre, y como todos los machos de su raza, se había lanzado a ese vagabundeo por selvas y praderas que los inexpertos realizan durante años antes de incorporarse al régimen social de la comunidad. Desde sus primeros juegos demostró ser un espécimen fuerte que se destacaba de entre los cachorros de camada por su fiereza y capacidad en el combate.

Al sentir el despertar de sus instintos, se enfrentó sin dudarlo al león más poderoso y con el mayor harén de la región. El resultado del combate no dejó lugar a dudas sobre quien era el vencedor de la lid. El joven felino había entrado a la vida adulta merced a un resonante éxito, allí donde muchos fracasaran. El maltrecho macho derrotado debió partir hacia la soledad, en espera de reponerse antes de ser descubierto por las vigilantes hienas. Tal y como, años más tarde, a él le  habría de ocurrir.

El orgullo del triunfo, no le permitió extraer la obvia moraleja de ese episodio, y continuó gozando de una existencia de poder que prometía no tener fin. Aún ahora no deseaba comprender el porqué de lo ocurrido ni la causa de su decadencia.

Ya en el camino de las privaciones, y considerando que algún esporádico éxito no justificaba la cantidad de fracasos obtenidos, abandonó sus hábitos de cazador, compitiendo humillado, con los carroñeros que buscan alimentarse con los despojos de cualquier animal.

Estaba próxima la llegada de la estación seca, y con ella la hambruna que se extendería por toda la planicie. Sabía que no sobreviviría a la temporada y una sensación de fragilidad y fatalismo se apoderó de su ya sentido ánimo. Arrastrando las extremidades caminó lentamente perdiéndose en la espesura de la jungla.





En la tercera página del periódico de mayor tirada de la ciudad, se publicaba este artículo:

“En la madrugada del día de ayer, personal policial halló en la vía pública el cuerpo sin vida de quien fuera el rey de los negocios bursátiles. Roberto Ostende, más conocido por el apodo de “El León”, habría muerto como consecuencia de una hipotermia, agravada por un cuadro de profunda desnutrición, según anunció el forense.

Para los más jóvenes, informamos que Ostende fue quien............”                                                                   

                                                                     Filemón Solo

martes, 10 de julio de 2012

¡EL TERRIBLE FINAL DE LOS TIEMPOS!

-Sí, tenuemente fui percibiendo mi propia existencia. Principios que ahora me parecen absolutamente elementales tales como: “amarse”, “aceptarse”, “hacerse feliz”, “abstenerse de todo juicio” y “tratarse con merecido respeto”, entre otros, comenzaron a adquirir una notable automaticidad  en cada situación del vivir cotidiano. Así en poco tiempo logré reconocerme, tal vez recordarme, en la apreciación de otra imagen de mí mismo. No sé si esto contesta su pregunta, pero los enunciados expuestos sintetizan la aceptación de una figura básica ocasionalmente extraviada en nuestro concepto del ser.-
< ¡Ah!... Todo relacionado con la autoestima>.
-Quizá no sea solo eso, sino más bien concederse un trato que hemos olvidado, junto con quienes somos-. – En cuanto a la “autoestima”, ese término propone una tenue caricia allí donde es necesario un estrecho abrazo y, sin duda,  incluye la misma dualidad que he descubierto en las anteriores expresiones -, agregó con picardía.
<No hay dualidad, es todo concerniente a una psiquis individual>. El comentario fue como tocar pintura fresca, al notarlo ya es tarde. No volvería a opinar.
-“Amar-se”, “aceptar-se”, “hacer-se”, “criticar-se”, “tratar-se” y “autoestimar-se” son términos envolventes. Refieren a la atención, e intención, de alguien sobre su persona. Pero, no hay ojo que pueda observarse a sí mismo, a menos que sea por su reflejo-.
El funcionario lo miró en silencio durante un instante, luego le pidió que continuase el razonamiento. –Mire usted-, le respondió el aludido, - Esto es como un hueco donde solo cabe una ficha. No hay en ello lucubración alguna, se trata de advertir que algo preciso viene faltando-.
<Intente colocar usted la pieza que corresponde>, fue la controlada respuesta.
No era esta una entrevista convencional, quizá se aproximara más a una sesión de filosofía que a cualquier otra cosa. De hecho correspondía a una mal disimulada investigación que, con otros títulos y excusas, se le realizaba a aquellos que habían notado que ya poco les cuadraba, los recientes renegados de la aceptación generalizada.
La indagación respondía al proceder de esos humanos que, sorpresivamente,  habían dejado de ser “similares”; “los de la vereda de enfrente”, solía decir el funcionario a cargo. Estos sujetos, que sabían de antemano qué cosa causaba esa conducta oficial, la aceptaban de buen grado en un intento individual de propiciar alguna reacción positiva sobre quienes los estaban analizando.
En comienzo no se dio demasiada importancia a su aparición, pero llegó el momento en que ya fue imposible dejar de tenerlos en cuenta, se iban alejando por miles, cientos de miles, de una estructura pre moldeada que no les satisfacía. No jugaban a la vida tal como la costumbre indicaba, prescindían de emitir juicios, e intentaban modificarse a sí mismos prescindiendo del medio.
La situación se estaba tornando alarmante. Salían de todos lados, y andaban por todos lados, no tenían cede social ni personería jurídica, no estaban asociados ni concurrían a lugares en común, no eran revolucionarios en el sentido habitual del término; no había una doctrina que los agrupara ni programa que los incluyera pero, increíblemente, se reconocían entre sí como pueden hacerlo dos chinos en la antártica; y, para el caso, ya había millones en China, aunque, como es comprensible, muchos menos en el continente blanco.
La audiencia de los programas televisivos otrora más vistos, decaía en forma sostenida. Los estadios deportivos hubieron de reducir el valor de las entradas sin lograr con ello llenar sus tribunas. Pero donde más se evidenciaba un cambio era por cierto en las filas políticas; allí se intentaron todo tipo de artimañas, y artimañas a todo tipo, sin hallar la forma de evitar que cada día concurriera menos público a sus mítines y convocatorias. En toda oportunidad en que se llamaba a elecciones de autoridades (en los lugares en que esto fuera de uso), aumentaba la proporción de abstenciones o sobres conteniendo máximas y poemas.
 Los “autistas sociales”, tal los denominara un técnico en la  materia, estaban destacándose aquí por simple omisión.
Este voluntario en particular, oficiaba como tal debido a su interés en hacer notar lo que, a su criterio, era necia preeminencia otorgada a unos muy lábiles valores culturales. En aras de ese deseo, con infinita paciencia, continuo con su argumentación, aunque lamentando que se estuvieran yendo por las ramas.
-Se hace evidente que el asunto trata de dos estados conscientes, uno de ellos es pasivo, en tanto que el otro es quien realiza la acción.-
El funcionario apoyó cuidadosamente su estilográfica dándose unos instantes para analizar el comentario. Sin involucrarse solicitó una ejemplificación aclaratoria.
   El sujeto, ya desinteresado por una mera interpretación que soslayaba el lema central, concedió en redundar sobre lo obvio, pero ya no bajaría la explicación al  nivel del oyente.                  -Un único estado no puede establecer opinión sobre sí mismo- dijo. -Se hace evidente que existe una segunda percepción que concede. Esta es quien ama, trata, critica, etc., y lo hace sobre la primera. Hacia ese lado existe un “se” que indicaría un retorno de la intención hacia el mismo punto único. Según lo veo es algo como el “yo” y el “mí” en un trabajo de coparticipación. Pero, valga la antinomia, serían dos partes de la unidad que, aún así, conserva su única esencia-. Ante la seguridad de que el investigador no había comprendido absolutamente nada de lo expuesto, sonrío para sus adentros y aguardó la próxima pregunta. No podía hacer otra cosa, era como tratar de explicar un sentimiento a alguien incapaz siquiera de sospecharlo.
Un largo silencio sucedió a esta conclusión, solo roto por el sonido de la antigua pluma fuente al deslizarse sobre el papel donde el delegado tomaba sus notas. En cada oportunidad en que le tocara entrevistar a uno de estos sujetos su sorpresa iba en aumento. Tenía ante sí la ficha con los datos de su interlocutor. Se trataba de un individuo de origen humilde, carente de cualquier otra educación que no fuera la elemental obligatoria brindada por el Estado. No obstante era capaz de realizar estos razonamientos del todo subjetivos con una asombrosa naturalidad. Parecía que esta gente tomaba información de una fuente no convencional y en forma automática, incorporándola así a su acervo cognitivo como quien se beneficia inconscientemente con los nutrientes que le brinda una buena digestión alimenticia. Juzgó conveniente dejar el asunto que se estaba tratando por demasiado complejo e inconducente, para intentar un giro hacia algo de su interés.
<Me gustaría conocer por qué método está usted sabiendo de estas cosas. Supongo que tendrá la asistencia de un instructor ante el cual se reunirán todos los que estén interesados>, dijo con la esperanza de tomar desprevenido a su entrevistado.
-Señor, desconozco que busca usted detrás de mis palabras, pero debo decirle que jamás encontrará nada intencionalmente oculto, y nunca lo hará dado que  persigue algo inexistente- fue la inmediata respuesta, indicándole que, como siempre, el hombre estaba alerta. -Sin embargo, aunque se hace evidente que nada sabe de ellos, está acertado en lo que hace a la participación de determinados “Instructores”. Tanto estos como sus enseñanzas, se encuentran a la misma distancia de cualquier mano, pero usted se obstina en mantener la suya bien cerrada, en tanto presume algo anómalo al observar el contenido que otra sostiene por haberlo sabido aceptar -.
Todas las entrevistas trataban sobre asuntos diferentes, pero siempre según cuestionarios directamente relacionados con el interés de la indagación que se estaba llevando a cabo, aún así jamás se había logrado confirmar alguna de las presunciones que los hubieron originado.
Estos individuos parecían haber adquirido una capacidad extraordinaria para mantener oculto el porqué de su cambio de proceder. Indefectiblemente eludían cualquier mención a sus intenciones prácticas, arguyendo mediante una compleja maraña de componentes intangibles. Esto desde el punto de vista del indagador, y válido también para todos sus colegas. Pero lo peor consistía en rendir un informe, siempre carente de resultado positivo, donde malamente se intentaba cubrir una incapacidad de todo orden para mantener la calidad del diálogo que los entrevistados proponían.
Dentro de las hipótesis que se manejaban, iba cobrando fuerza aquella que atribuía esta rareza a una especie de virus mental. Algo que algún atrevido hacker habría lanzado a la conciencia colectiva. Desde luego esta suposición carecía de fundamentos que la avalaran pero, no obstante su falta de solvencia, parecía ser la más aceptable conjetura dentro de lo fantástico que los hechos presentaban.
Si digno de asombro resultaba el caso de “incultos” adultos devenidos en filósofos discordantes, más curiosa aún se mostraba la “patología” que afectaba a ciertos niños. Los pequeños polemizaban con los docentes que intentaban inculcarles su neutra rutina curricular. Ellos se adentraban en la esencia de cada tema, exigiendo una profundidad y certeza que muy lejos se encontraba de la capacidad del enseñante. La falencia en la ilustración sobre asuntos humanos, y la reticencia a desarrollar cuestiones relacionadas con las experiencias que desde lo interno comenzaban a sentir, eran motivo de constantes frustraciones por parte de estas singulares criaturas, quienes se mostraban tan adelantadas a sus compañeros que, al captarlo todo rápidamente, ocupaban el tiempo sobrante en otras actividades y juegos solo por ellos comprendidos.
Ya se estaba haciendo frecuente que dentro de una familia cualquiera deambulara una o dos de estas excepciones, sin que se supiera la causa por la que el resto permanecía dentro de su habitual  normalidad.
Uno de los integrantes de una pareja del común comenzaba a modificar dulce y pasivamente su proceder, sus ideas y sus creencias, sin por ello intentar arrastrar a la compañera, o compañero, en el cambio que experimentaba. A la otra parte le cabía decidir sobre la actitud a tomar.
El nuevo comportamiento de cada uno de estos individuos naturalmente se relacionaba con su personal idiosincrasia, no obstante se hizo notorio un alto porcentaje de puntos en común: un carácter sumamente afable, un vocabulario pulcro sin desatinos o términos soeces, evidente alegría y una excelente predisposición a la colaboración y ayuda. Elementos todos que parecían sumar un invalorable aporte a la decadente sociedad del siglo veintiuno. Empero, un análisis más profundo ponía en claro que una asombrosa prosperidad económica, una perfecta salud, creciente inteligencia, y cierto poder sobre los acontecimientos personales, se producían también en todos ellos de la mano con su cambio de actitud; y esto era realmente sospechoso.
Una necesaria discreción impedía que los científicos que integraban el equipo de investigadores, hubieran divulgado una prodigiosa y recién descubierta característica de los sujetos bajo estudio.
En incuestionables pruebas de laboratorio se demostró un importante incremento de su actividad cerebral, especialmente en lo atinente al lóbulo central del órgano. La presente comprobación produjo un urgente giro sobre el eje de la pesquisa. No se podía ya sospechar de un movimiento de gentes con un encubierto objetivo en común. Dado que nadie es capaz de modificar a voluntad su capacidad cerebral operativa, se estaba frente a un tipo desconocido de anomalía física, una disfunción que alteraba el comportamiento del afectado y que, según las evidencias mostraban, podía ser trasmisible por contagio. Por otro lado, y acá la situación volvía a complicarse, esto no explicaba como todos los estudiados, aún quienes se hubieron encontrado seriamente afectados por alguna dolencia, habían alcanzado un excelente  estado  de  salud. Aunque,  sin  duda  aún  más   dificultoso resultaba relacionar una alteración física con una mejora prodigiosa en la calidad social y económica de vida.
Por evidentes razones de seguridad, en cada caso en que se detectara una inclinación hacia este raro estado, se solicitaba la inmediata renuncia a todo funcionario que lo evidenciara; cualesquiera fuera su cargo. De esta manera se iban despoblando las filas de los burócratas de toda categoría, acrecentando así el inveterado caos en la siempre complicada administración pública.
Sobre este último campo abundaban situaciones por demás novedosas. Se contaban con casos como el de investigadores que paulatinamente se fueron identificando con los puntos de vista de sus investigados abandonando sus cargos. El de un veterano parlamentario, quien comenzó un efecto en cadena, al lanzar ante su cámara un proyecto de ley por el cual cada representante electo debería, antes de asumir su cargo, someterse a un exhaustivo examen psicofísico. Esto en la inteligencia de que quienes pretendieran tan altas responsabilidades deberían dar una irrefutable prueba de aptitud. Un colega de otra bancada, adhiriendo al proyecto, propuso la creación de una carrera política donde lo moral y lo ético fueran base de la enseñanza, restringiendo su ingreso solo a aquellos que pudieran demostrar probidad e intachables antecedentes en su vida pasada; siendo requisito indispensable la aprobación de este ente, previa la incorporación a cualquier lista de candidatos. Con la entrada de nuevos aires al recinto, se ventilaron algunas polvorosas conciencias y muchos parlamentarios comenzaron a renunciar a sus puestos por considerarse faltos de merecimiento “para ejercer idóneamente tan calificadas funciones”. Pero esto solo fue el comienzo. Evidentemente algo distinto estaba naciendo.
Llegó el momento en qué el propio dinamismo de la situación fue impedimento para su análisis. El papel tradicional asignado, y previsto  para  todos  y  cada  uno  de  los  componentes  de  un área determinada, se veía inesperadamente modificado al mudar el comportamiento de los individuos que lo practicaban. Las autoridades que aún se mantenían libres de “contagio”, observaban  aterrorizadas como la solidez del sistema se convertía ante sus ojos en un neo-anarquismo donde lo aleatorio parecía ser lo único predecible.
La libertad de ejercitar el poder, cualesquiera de ellos, se constreñía en su actuación dentro de círculos cada vez más estrechos. Ante una disposición que fuera interpretada como fronteriza, o conteniendo algún porcentaje de falsedad, se producía de inmediato un alud de detalladas renuncias por parte de los subalternos que debían ejecutarla. El caso es que aquellos incondicionales que los reemplazaban, a poco de hacerlo, procederían de igual forma que sus antecesores. Por cierto, parecía que los viejos paradigmas estaban acelerando su deceso.
Para alguien que se hubiera ausentado un tiempo del planeta en la fantástica aventura de visitar las pirámides marcianas, vuelto a casa y extasiado aún por el recuerdo de tamañas maravillas, pronto substituiría el objeto de su asombro. Las cosas por acá funcionaban cada día mejor.
Las grandes empresas multinacionales se estaban segmentando según su lugar de radicación. Luego de esta fragmentación, las unidades resultantes se transformaban en explotaciones cooperativas. El índice de delitos se redujo a menos del treinta por ciento; sin que mediara medida alguna para la obtención de tal fin, en tanto continuaba una firme tendencia decreciente. El tránsito vehicular disminuyó significativamente y se volvió mucho más seguro. Con meritoria celeridad se estaban reforestando las áreas desbastadas del planeta. Se trabajaba en el secado de los grandes espejos de agua de origen artificial para reemplazarlos por canales y tuberías. Gradualmente disminuía el uso de los clásicos motores de combustión interna que consumían carburantes fósiles.  Los centros de asistencia a la salud estaban despoblados. No bien reemplazadas con nuevas fuentes energéticas, se  iban desmantelando todas y cada una de las usinas nucleares. El intercambio de bienes y servicios, ya debidamente organizado, abastecía a gran parte de la comunidad prescindiendo del papel moneda. Se comenzaba un nuevo programa educativo con asistencia individual y base en el conocimiento, las humanidades y el incentivo a la personal búsqueda de respuestas a las sempiternas preguntas del hombre. Un claro axioma estampado sobre el frente de cada aula tipificaba la nueva metodología: “Nada de lo que aquí se enseña es absoluto”. 
Como contrapartida se temió en principio por un gran incremento del desempleo que alcanzaría a dos grandes líneas laborales. Siendo, en la primera, claramente afectados todos aquellos que estuvieran directa o indirectamente relacionados con servicios y actividades que caían en desuso. Así los agentes de seguridad, prestaciones médicas, intermediarios entre Dios y nosotros, y demás encargados de compensar las falencias de la humana imperfección.
Dentro del mayoritario  segundo  grupo  se  veía  irremisiblemente  perdida  la  ocupación de  quienes, franca o embozadamente, se dedicaran a incumplir reales normas. Normas reales, morales, éticas y humanitarias que pudieran, o no, parecerse a las entonces legisladas. Dicho de otra manera, se redujeron a mínima expresión los amplios espacios que delincuentes, traficantes, usureros, ladrones, asesinos, mercenarios, traidores, tiranos y dictadores antes poseyeran. Pero solo por falta de interesados en ocuparlos.
 A pocos cabría ya la extrañeza, pero, en caso de haberlos, muy sorprendidos estuvieran al comprobar que “casi” todos los integrantes de ambos sectores mudaron de gustos así como de quehacer; acomodándose prodigiosamente a la situación dentro de la concepción de la, ahora, creciente mayoría.
Las nuevas ocupaciones (y no ya “demandas laborales”) absorbieron rápida y sostenidamente la mano y cerebro de obra disponible en plaza. Los nuevos “contagiados” se dedicaron solo a aquello que descubrieron gustaban hacer y, como es fácil de comprender, de manera sumamente exitosa.
Es bien conocido ese impulso que une a lo afín, en fiel cumplimiento de este principio y corriendo los tiempos, una escasa parte de la población mundial compuesta por quienes padecían de inmunidad, se núcleo en puntuales sectores geográficos donde, debidamente acotados, continuaron lidiando con su amado sistema; ahora más desconcertados aún que en los ya fenecidos “tiempos dorados”.
“El que tenga ojos....” Pero, cierto es que “no hay ojo que pueda observarse así mismo, solo puede hacerlo mediante su reflejo”.

                                                                      Filemón Solo



jueves, 24 de mayo de 2012

CHACRA (Metáfora)

Sobre una situación de pasaje en un pasaje sin situación.
“Siendo el cambio la única constante,
podrá solo cambiar lo ya cambiado
Y aquello que tenemos por creado,
mudará en un siglo... o un instante”
                                                                                                                                     
-Vengo a verlo– dijo luego de un rápido saludo. -¿Podría hablar con usted?-.
Había viajado durante tres días para poder entrevistarse con ese hombre, y ahora, que lo tenía frente a sí, que lo observara en persona y no ya en sus pensamientos, se sentía vacilante e inseguro. No era sencillo exponer sus inquietudes sin         acercarse peligrosamente al ridículo. Ridículo que, y más allá de presentar una pobre imagen de sí mismo, podría ser motivo de que su interlocutor le considerara indigno de las respuestas que había venido a buscar.
Recordando algún concepto recibido en esos cursillos empresarios sobre “como desempeñarse debidamente ante un cliente difícil”, tomó aire, apartó la vista del objeto de su inquietud, y visualizándose como un hombre totalmente seguro, sonrió y recomenzó su presentación.
-Bien, sucede que me han hablado mucho de su persona y, la verdad es que estoy buscando algo que, según esos dichos, usted ya ha encontrado. Le pido excusas por apersonarme sin aviso, pero no habiendo donde llamarle, no me fue posible concertar una entrevista previa-, agregando en voz más baja, como hablando consigo mismo, - verá, mis tiempos se agotan-
El dueño de casa, sin decir palabra, dio la vuelta entrando a la vivienda. Luego de unos instantes reapareció con una silla en sus manos, la ofreció al visitante con un movimiento de cabeza y, siempre en silencio, se acomodó sobre una vieja mecedora que allí se encontraba.
Bajo la galería de la cabaña, un hombre de mediana edad y un aciano con un bolso a su lado contemplan el atardecer en las montañas.
El recién llegado se encuentra algo inquieto, busca la forma de establecer un dialogo. -Cada persona tiene una forma de dejarse abordar- se dice –pero este hombre, al permanecer silencioso, no da ninguna señal sobre cual puede ser la suya-.
Notando de pronto su falta de formalidad, rápidamente se pone de pie y tendiendo la mano se excusa. –Tenga a bien disculparme, mi nombre es Paredes, Roberto Paredes y vengo desde Entelechïa.- 
Como toda respuesta recibe una diestra firme y una sonrisa leve.
-Usted es el Señor Prado, ¿verdad?- Un nuevo movimiento de cabeza confirma lo acertado de su suposición.
La tarde desaparece sobre el accidentado perfil de las montañas, un frío seco se cuela por entre el tejido de la ropa. Prado ingresa a la casa dejando abierta la puerta en inequívoca señal para que el anciano lo siga. Le indica la ubicación del cuarto de baño y, sin articular sonido se dirige a la cocina, allí combina una mezcla de verduras, legumbres, y hortalizas, vuelca el preparado dentro de una pequeña canasta e instala esta sobre una hirviente olla conteniendo cereales para someterla a una rápida cocción al vapor. Con gran habilidad ubica artísticamente el producido en una fuente que transporta hasta el centro de una rústica mesa de troncos. Luego coloca sobre ella un cuenco de madera con aromático pan oscuro y una jarra conteniendo agua fría. Al concluir con la preparación de lo necesario para la cena, toma asiento e invita a Paredes, siempre mediante gestos, a hacer lo propio.
El visitante lentamente va comprendiendo el código de comportamiento, aparentemente debe seguir las indicaciones sin hacer preguntas. Bueno, Prado ya está al tanto de la inquietud que impulsara su viaje a las montañas y, aunque aún no tuvo la ocasión de exponer puntualmente la cuestión, cuando sea el momento oportuno este seguramente inquirirá sobre el motivo de su visita. Y la ocasión quizá sea esta noche, después de la cena.
El único plato en qué consiste la comida es servido pródigamente por el anfitrión y cada uno de los comensales toma su alimento según lo acostumbra. Paredes, vista la impuesta falta de dialogo, se sumerge en sus pensamientos olvidando la sorpresa inicial producida por el agradable sabor de la sencilla creación gastronómica. En tanto Prado mastica lentamente cada bocado. Sumamente concentrado exclusivamente en este acto, observa muy atento la porción que llevará a la boca, y hasta pareciera que se comunica con los elementos que la componen.
“Luego de la cena”, se había esperanzado Paredes. Pero luego de la cena no hubo conversación alguna, ni la hubo más tarde. Solo compartieron el doméstico acto del lavado de platos y utensilios, antes de que Prado le mostrase, siempre por señas, la que sería su alcoba por esa noche.
El hombre que había cruzado el continente en procura de respuestas, yace sobre la cama, aún sin ellas, con las manos bajo la adolorida cabeza y los ojos muy abiertos, tratando de explicarse el extraño comportamiento de su anfitrión. Hay en este hombre actitudes del todo incomprensibles, tanto como aquella de hospedar a un individuo totalmente desconocido, o la otra, más desconcertante aún, esa de no desear entablar dialogo alguno.
Durante un momento se dejó ganar por la sospecha de que Prado sufría de algún impedimento en la audición o el habla, a poco salió de su error recordando el regaño que, en voz baja, prodigara al enorme perro por gruñir a su huésped. No, ese silencio no estaba relacionado con ninguna limitación física.
Recién en la madrugada consiguió alcanzar el sueño, pero ya su mente había logrado atemorizarlo con la posibilidad de un nuevo fracaso, y no obtuvo el necesitado buen descanso. Despertó avanzada la mañana e invirtió largos minutos en encontrar su ubicación en tiempo y espacio. Finalmente abandonó el lecho con la esperanza de que Prado no tomara a mal su tardanza.
Luego de una oportuna ducha, ya mejor dispuesto, se dirigió en busca del dueño de casa. Le presentaría sus inquietudes en la forma más clara posible y, en caso de no ser respondido, simplemente se marcharía. Nada de esto era razonable.
Prado no se encontraba en la cabaña, tampoco se lo veía desde las ventanas. Bueno, ya volvería.
Sobre la mesa el pan casero y un termo con café le invitaban a desayunar.
Una hora después, cansado ya de dar vueltas por el reducido círculo en el que la discreción lo limitara, salió a la galería, y más tarde caminó hasta huerta; siguiendo su investigación por el gallinero, el galpón y el invernadero. Para la media tarde, luego de verificar de tanto en tanto que Prado no hubiese retornado a la cabaña por algún ignoto sendero, ya conocía aceptablemente bien cada sector de las siete hectáreas que componían la superficie de la chacra. Quizá su solitario propietario bajara al pueblo por provisiones, pero en una simple nota pudo haberle advertido sobre el caso. El proceder de este hombre le resultaba tan extraño que ya no estaba seguro de desear sus consejos.
Con otro sol cayendo detrás de la cordillera, agotado y hambriento decidió abandonar el lugar en la mañana. Perdido ya todo pudor a causa de la frustración, se sirvió el sobrante de la cena de la noche anterior y, sin más, se fue a la cama.
El alba todavía tardía de la primavera sureña, lo encontró tomando un té en la cocina. El bolso preparado y el ánimo inquieto. Prado no había vuelto aún, y debería partir dejando la casa abierta y al pobre perro sin alimento. Por otro lado la huerta estaba necesitada de riego, las aves de corral de atención, y él mismo se sentía desengañado e indeciso. Vueltas y más vueltas, tanto en el ámbito de la cocina cuanto en el suyo interno.
Le tomó dos horas elaborar un plan que le resultara aceptable para la extraña ocasión. Debía hablar con alguien, pedir consejo y ayuda, y lo más conveniente sería hacerlo con los vecinos. Sin dudas estos conocerían a Prado y podrían justificar su ausencia. Les pediría que se hagan cargo del lugar hasta que su dueño volviera. Eso era lo único que podía hacer para marcharse sin el peso de una responsabilidad que lo atrapara indebidamente.

-Sí señor, Prado pasó ayer temprano para despedirse, y también me advirtió acerca de su visita- Paredes, sorprendido y desconcertado, escuchaba al hombre que gentilmente le hiciera pasar a su cabaña de cantoneras de ciprés.
En el día de su llegada, por error había recorrido parte del sendero que llevaba a la casa vecina, misma en la que ahora se encontrara. De no haber sido por esta afortunada confusión, la hora invertida en llegar a ella bien pudo transformarse en un interminable período de búsqueda.
Los pensamientos se anudaban en su mente impidiéndole una coherente manifestación en la palabra. ¿Cómo podía saber Prado el día anterior que él, luego de un intenso soliloquio, decidiría concurrir hoy allí?
El hombre, observándolo con simpatía, lentamente, como se hace con un niño pequeño le comunica que, a partir de ahora, él estará a cargo de la finca, que esta no pertenece a Prado, sino, y como todas las de la región, a un personaje poco conocido quien dispone de ellas según su mejor criterio.  Siendo este un Señor del que solo se tienen magras referencias.
-¡Esto no puede ser todo!-. Paredes insiste, le es necesario saber a quién concierne la propiedad para poder aclarar este malentendido. ¿Quién es ese individuo para suponer que puede endilgarle abruptamente su cuidado?
-¡Vamos amigo!-, se sorprende el vecino, -usted no llegó aquí casualmente, cálmese y piense-. Llevándolo del hombro hacia la puerta alcanza a decirle: -¿de quién es el planeta? ¡Solo recuerde a que vino! Le aseguro el mayor de los éxitos en su nueva empresa-.

Sentado bajo el soportal de la cabaña el hombre espera. Sabe que alguien habrá de venir en cualquier momento, ha llegado su tiempo de partir.
Absorto en sus pensamientos, sonríe recordando los primeros tiempos vividos luego que allí arribara, hacía ya..., bueno, eso era de poca importancia. Todavía le resultaba difícil aceptar que aquel ignorante anciano fuera él mismo. Imagina esa figura como a su antecesor, un niño en un cuerpo cargado de años; por cierto muchos más que este que hoy lo viste.
-No podría precisar el justo momento del cambio. ¿Acaso tu lo recuerdas?- El gran perro negro lo mira moviendo su rabo, incapaz de responder con algo que no sea el afecto.
-Claro que no hubo un momento preciso. La evolución solo ocasionalmente recurre a la mutación en sus sistemas. De una forma paulatina es menos sorprendente y más sencillo de asimilar-.
-En honor a la verdad se debe reconocer que el viejo Paredes era poseedor de una gran voluntad- se dice. -Sin ella jamás hubiera llegado hasta aquí. Sin ella no estaríamos en estos momentos, ni en las respuestas que él buscaba-.
El recuerdo le trae la imagen de un día cualquiera, en el que la figura de otro extraño se acercara a la casa indagando sobre el paradero de Caminos, su vecino, quien, al decir del consultante, habría desaparecido misteriosamente.
Se lo veía tan desesperado que por fuerza le recordó a quien antes fuera. Aún dentro de la ternura que despierta la ignorante ingenuidad, era del todo imposible darle más detalle que lo que Paredes hubo recibido.
Curioso estado el de esas conciencias, han crecido lo suficiente como para dejarse llevar por sus anhelos, pero luego suponen que las tan ansiadas respuestas han de poder ser medidas con  pequeños métodos que tienen conocidos. Requieren de presencias tangibles a su lado, necesitan explicaciones de todo, y a todo encierran en un sistema. Desean bajar las grandes cosas a su nivel de comprensión, sin notar el desmedro que estas sufren en ese descenso. Todavía no pueden concebir que su propia elevación les dará la panorámica visión del ave en pleno vuelo.

La llegada está muy próxima, tal vez mañana, o pasado, no más de una semana, de eso está seguro. Bien, es solo otro de tantos cambios de los que todos juntos, aún sin notarlo, formamos parte. Busca en el cuarto el antiguo bolso de Paredes y guarda en él solo algunos escritos que no desea que nadie conozca; divertido recuerda ese día, ya vuelto a la casa luego de recibido el codificado mensaje de Caminos, la sorpresa al notar que en el edificio solo existía una recámara, la que él ocupara la noche anterior. ¿Dónde pasó esa noche Prado? ¡Él lo siguió con la mirada cuando se dirigiera hacia...¿Hacia dónde se había encaminado? Fueron momentos de terrible desconcierto, pero, “si los elementos se encuentran ordenados, ningún orden nuevo se puede crear con ellos”. Es bastante evidente que lo que está concertado ya integra un conjunto, y que para lograr una mejor combinación evolutiva es preciso “desconcertar” lo instituido. Así en la mente como en las cosas. Más tarde, lentamente, usando hasta el abuso ese espacio que nos es imprescindible para anexar los recientes sucesos, ese “tiempo”, se comienza a armar un nuevo paradigma más acorde a la situación imperante. ¡Y más tiempo! ¡Mucho más de él! hasta incorporar lo que siempre supimos: “no existe un orden sistémico al que asirse”.
Recordar y conectarse, solo eso, el resto, las acciones, son mera consecuencia de esa conexión, o de la falta de ella. He ahí la casualidad y la causalidad en funciones alternativas y complementarias. Experiencias elementales, pequeños destellos de luz que el ojo atento incorpora a su acervo  cognitivo. Prácticas que no pueden ser volcadas en alforjas ajenas. No, estas contienen ya las viandas para cada ronda, y ese alimento que debe ser totalmente consumido antes de recibir cualquier otra ración; una nueva dieta acorde al próximo sendero.
Mirando al firmamento se pregunta en qué etapa de su estadía había notado que no era el mismo ya conocido. Ninguno de ambos.

-Tenga buenas tardes-, el golpe de una exógena vos humana ingresa disonante al mundo de los sonidos del bosque. -¿Es usted el señor Flores? Me han dicho que podía venir a verlo. Le ruego disculpe la intromisión, este atrevimiento surge de la muy urgente necesidad de consultarle sobre algunas cuestiones. ¡Ah!, mi nombre es Elisa, Elisa Paredes-.

                                                                                   Filemón Solo