AAntes
de entrar en el tema propuesto debo excusarme por presentar en esta narración una
relación entre humanos que, según creo, no existe. Pues bien, es esto solo una licencia que me he tomado, y
según veo no será la última, y sospecho que tampoco hubo sido la primera, pues aquí
no se descarta ninguna creencia, aunque no sea compartida por el autor
La primera aproximación se produjo en el fenecido grado
escolar, que fuera denominado “superior”, hoy segundo grado, de la escuela Juan
B. Peña, conocida entre el alumnado y vecinos de esa zona del barrio de Flores,
como “El colegio de Trelles”, calle sobre la que se hallaba su entrada
principal. A pocos días de comenzadas las clases, cuando todos los niños se
encontraban disfrutando de sus juegos en el recreo, de pronto Jaime deja de
participar y se lo pude ver corriendo desesperadamente en auxilio de un
compañero de aula que se encontraba recibiendo una antojadiza paliza por parte
de dos de los alumnos más altos y fuertes. Los abusadores, quizá asuntados por
los gritos de Jaime que se acercaba a toda carrera, abandonaron su presa partiendo,
muy probablemente, en busca de algún solitario pequeño para desatar esa
intrínseca crueldad, esa que algunos niños traen a este mundo de vaya a saber
uno donde.
Transcurría el cuarto día de clases, con el aporte de
muchos compañeritos nuevos, aún no se conocían entre sí ni habían intimado
debidamente. Jaime nunca supo qué lo impulsó a prestar ayuda a ese ignoto chico
asustado y lloroso, él, un niño tranquilo y muy capaz de pasar desapercibido
dentro del aula, había cometido un inusual acto de arrojo. Proceder este que le
proporcionaría un incondicional amigo para el resto de su vida.
En tanto Ricardo, cubierto el rostro con sus brazos,
solo comprendió lo ocurrido, cuando Jaime le brindó un pañuelo para enjugar sus
lágrimas. No por la magnitud del hecho en sí, sino por la sorpresa ante la
actitud de ese niño desconocido que vino en su auxilio, Ricardo supo que había
encontrado un amigo para el resto de su vida
De ahí en adelante jamás se separarían unidos por una
amistad casi patológica.
Favorecidos por la afinidad que se había creado entre
sus madres, se veían casi a diario para dar cumplimiento a sus deberes (que lo
de “tarea para el hogar” vendría mucho después), jugar en casa de Jaime, o en
el enrejado balcón de Ricardo.
Así continuaron su estrecho contacto en el colegio de
estudios secundarios, y en razón de sus horarios y exigencias se vieron
obligados a guardar una mayor distancia entre sus encuentros.
Jaime cursaba sus estudios en el Colegio Industrial
Otto Krause, en tanto que Ricardo lo hacía en el Comercial Hipólito Vieytes.
Fue en este tiempo cuando, entre rabonas, y encuentros programados, se
instituyó para siempre la costumbre de compartir una charla sentados a la misma
mesa del mismo café.
Con sendos fracasos universitarios, Jaime pasó a
trabajar con su padre en el comercio de artículos plásticos, en tanto Ricardo
comenzó humildemente lo que sería una exitosa carrera dentro de una empresa
multinacional.
Todos los viernes los encuentros en la mesa del café,
siempre entre semanas el cruce de alguna llamada telefónica. Cada vez más
cercanos no tenían secretos, así como uno no “debiera” tenerlos con su
terapeuta, y para ellos no era sino eso, una excelente terapia de intercambio. Esto,
sin duda, les ayudó a contar con un drenaje extra para sus sinsabores y
disfrutar más sus alegrías
Ricardo se casó a los veintitrés años, aún muy joven y
totalmente enamorado, en tanto la independencia de Jaime lo llevó por otros
caminos, saltando de novia en novia, prefería aún más lo qué hoy denominaríamos
como un Touch and Go.
Tontas aventuras, encuentros de tenis, las escapadas
del trabajo para amigables competencias de tiro, confidencias, juicios varios
sobre el público femenino que a la sazón transitara frente a la ventana del
boliche, se convirtieron en los obligados temas de cada semana.
Sobre la misma mesa de ese café se volcaba todo el
acontecer de los siete días de la semana por quienes, desde ya hacía décadas,
venían puntualmente a tomar sus posiciones frente a frente, y frente a uno, dos
o tres, humeantes pocillos de café.
Ya no eran los que antes fueran, nadie lo es, ahora
con penas y poca gloria, no fueron sorprendidos por la vejes, la vieron venir,
como veían venir a alguna belleza femenina, aunque en el caso no por el
ventanal, sino por sus limitaciones y achaques, que respondieran fielmente a lo
que indicara el calendario.
Siempre aquello que perdemos para siempre nos produce
algún sentimiento que salta a poseernos: ira, incomprensión, añoranza, y muchos
más de ellos a padecer, hasta la llegada de la resignación, acompañada de la
tristeza de la ya asumida impotencia.
Puede que exista la eternidad, pero a Ricardo eso no
lo conformaba. Su compañera de cincuenta años de matrimonio había dejado éste
presente en medio de horribles sufrimientos. Solo la compañía de su buen amigo
lo confortaba en algo; solo gotas de agua en el desierto, pero de no tenerlas
hubiera enloquecido.
Ricardo tenía dos hijos, hombres de más de cuarenta
años que vivían en el exterior del país y tenían su propia familia por la que
afanarse.
Un viaje una vez al año para ver al viejo y las
llamadas mensuales. Eso era todo.
Terrible costumbre la de esta cultura habituada a
mirar siempre hacia adelante, poco hacia atrás, lugar olvidado, donde, a poco de
buscar, encontrarían esa sabiduría escondida por pudor bajo un manto de
senilidad. Pareciera que el anciano tiene algo así como una obligación de
callar y no padecer ningún mal y, claro está, la de morirse rápido y sin
ocasionar molestias.
La soledad de Ricardo se tornó insoportable,
sobrevivía angustiado y decadente. Su corazón no soportó el mal trato y se hizo
presente con una enfermedad coronaria con futuro reservado.
Jaime, acostumbrado desde hacía muchos años a vivir
solo, y pese a su pasado de hombre independiente y mujeriego, desde tiempo a sentía
una gran soledad. La tristeza de haber dejado pasar a aquella que hubiera sido
el amor de su vida a causa de su maldita infidelidad, lo mantenía acorralado
contra la pared del arrepentimiento, inútilmente como suele serlo. Su salud
acusaba los desarreglos y sufría problemas gástricos que, aunque él les restara
importancia, lo mantenían muy delgado y con cierta aprehensión al momento de
sentarse a la mesa para ingerir algún alimento. Por otro lado en nada le
ayudaba el dolor de su amigo, por el cual había vertido más de una lágrima.
He ahí el estado de ambos, cuando Jaime trajo dentro a
la escasa información de esos días, su diagnóstico médico; se le había
encontrado un tumor maligno en el estómago. Quimioterapia, cuidados, e
internación para recibir aquellos. Obvio pronóstico porcentual, ochenta sobre
veinte en un por ciento cuasi definitivo.
Jaime y Ricardo lo estudiaron a diario durante un mes,
lapso durante el cual Jaime acusaba una notoria desmejora, y Ricardo no le iba
en zaga con sus frecuentes arritmias.
Bueno, que acordaron dejar esta vida en busca de algo
mejor. Sí, ambos habían leído sobre lo inconveniente de este proceder y sus riesgos,
que no debía ser una actitud a considerar, que ese comportamiento no era
compatible con las enseñanzas de ninguna creencia religiosa, y demás, pero ellos
decidieron no permitir que una voluntad ajena les inmolara en medio de un gran
sufrimiento poco después.
No había mucho más tiempo para pensarlo o entrarían en
esa espantosa etapa donde los médicos los mantendrían con vida a cualquier
costo. ¡Ridículo! Una sobre vida de paulatina agonía. No, ya estaba decidido.
El lugar, el departamento de Ricardo. Guardaban aún
las armas con las que compitieran en tiempos ya lejanos.
Cada uno pondría el cañón sobre la frente del otro, y
a una señal dispararían al unísono, copia barata en papel madera, facsímil del
manoseado, cuanto irreal, dicho, de “amigos hasta la muerte”. Sí que lo harían,
en una demostración del libre albedrio.
Sentados en los cómodos sillones de la casa de Ricardo,
degustaban un añejo whisky escoses que Jaime guardara en previsión de algún
acontecimiento que lo mereciera. Gustoso, el paladar de Jaime recibía la espléndida
bebida, pero cada sorbo era abonado con una intensa puñalada que se le clavaba
en su deteriorado estómago. Ricardo lo miraba con afecto y compasión, ese
afecto y esa compasión que no se puede cuantificar, y que brota desde algún
lugar secreto del ser, demostrando nuestra incuestionable hermandad.
Los vecinos escucharon dos disparos con un segundo de
diferencia.
Cuando las autoridades forzaron la puerta, se
encontraron con un cuadro espantoso. Dos ancianos muertos tirados sobre el
ensangrentado tapete del living.
Uno de ellos mostraba un disparo en la frente y su
arma con la carga completa, el tanto el otro, con un disparo en la cien, su
arma exponía la falta de dos proyectiles en el cargador.
La deuda contraída en el recreo de “primero superior”
había sido saldada.
Filemón Solo
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